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jueves, 3 de octubre de 2024
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Apocalipsis cósmico

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Guillermo Guevara Pardo

Licenciado en Ciencias de la Educación (especialidad biología) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, odontólogo de la Universidad Nacional de Colombia y divulgador científico.

El cielo nocturno es uno de los espectáculos más hermosos de la naturaleza; los seres humanos no podemos dejar de admirar la belleza de las miles de luces que parecen pegadas a un inmenso telón negro. No deja de sentirse una sensación de calma, de armonía, de profunda tranquilidad observar las “Amplias constelaciones que fulguráis tan lejos…”, como escribió el poeta bogotano José María Rivas Groot.

Pero en el cosmos lo que domina no es la calma. Allí imperan fenómenos de una violencia inimaginable, que liberan cantidades de energía sin parangón con las utilizadas en nuestro planeta. Si el infierno de verdad existe debe estar en Venus, que brillante y hermoso se levanta en el horizonte vespertino. 


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En el planeta consagrado a la diosa romana del amor, la belleza y la fertilidad la temperatura promedio es de casi 500oC, el dióxido de carbono (CO2) atmosférico provoca un pavoroso efecto invernadero y las nubes contienen ácido de batería: en el infierno venusino llueve ácido sulfúrico (H2SO4).

Más allá está el poderoso Júpiter. En su atmósfera destaca la Gran Mancha Roja, un tremendo remolino que gira en sentido antihorario, donde la Tierra cabría más de dos veces y que existe desde hace más de 300 años con vientos que alcanzan velocidades hasta 400 Km/h. El huracán Mitch, que azotó Centro América en la década de los años 1990, tuvo vientos con velocidades de 290 Km/h.

Esos son ejemplos de fenómenos extremos de nuestro entorno espacial inmediato. Pero, afortunadamente, lejos, muy lejos ocurren procesos supremamente violentos, como la explosión de una supernova que puede producir, ella sola, un brillo que destaca por encima del de todas las estrellas de una galaxia. 

En algunas de esas catástrofes se liberan en lapsos de tiempo muy cortos los poderosos rayos gamma, con energías equivalentes a la que produciría el Sol en el lapso de unos 10.000 millones de años. Toda esa violencia cósmica es anonadante, pero ha sido fundamental para la evolución del cosmos en todas sus dimensiones.


El Sol es la principal fuente de energía para la Tierra; su presencia desde hace unos 4.500 millones de años garantizó que la vida surgiera en este planeta. Nuestra estrella aún se encuentra en la llamada secuencia principal, la región del diagrama de Hertzprung-Russell donde se ubican estrellas de distintos tipos en cuyos núcleos el hidrógeno (H) se fusiona para formar helio (He), la reacción atómica que permite generar luz y calor. El Sol es una estrella mediana que se cataloga como enana amarilla. 

Nuestra estrella central concentra la inmensa mayoría de toda la materia que hace parte de todos los cuerpos del Sistema Solar: planetas, lunas, asteroides, cometas. Los principales componentes del Sol son el hidrógeno (71%) y el helio (27%); su poderosa fuerza de gravedad mantiene girando a su alrededor a todo componente que hace parte del Sistema Solar y gobierna el movimiento de los que vienen de mucho más allá, como el famoso Oumuamua, del que se especuló que era una nave espacial alienígena intergaláctica, pero al final se demostró que era un pedazo de roca planetaria venida desde otro sistema solar. 

En la fragua nuclear del Sol la temperatura es de unos 15 millones de grados centígrados; en esas condiciones los átomos están ionizados, es decir, los núcleos (protones y neutrones) y los electrones están totalmente separados moviéndose a altísimas velocidades, dando origen a una forma cuantitativa y cualitativamente diferente de materia: un plasma. 

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Cada segundo, grosso modo, cuatro núcleos de hidrógeno chocan y se fusionan para formar uno de helio; de esa fusión sobra una pequeña fracción de materia que se convierte en energía (luz y calor), reacción nuclear regida por la ecuación más famosa de la ciencia: E=m.c2. El astro rey está a una distancia de la Tierra de 150 millones de kilómetros (la Unidad Astronómica) y un rayo de luz tarda aproximadamente 8 minutos en llegar hasta nuestros ojos. Es decir, cada vez que miramos al Sol lo vemos 8 minutos más viejo.

Desde que se formó, el Sol apenas ha gastado una pequeña fracción del hidrógeno, a pesar de que cada segundo consume millones de toneladas de su combustible. Eso significa que en algún momento del futuro el hidrógeno se agotará y el combustible pasará a ser el helio, a partir del cual se sintetizarán otros elementos químicos, como el carbono (C). 

Cuando eso suceda, en unos 5.000 a 7.000 millones de años, el Sol dejará de ser la estrella que es actualmente y pasará a formar parte de una nueva categoría estelar: se convertirá en una gigante roja y el apocalipsis cósmico será realidad. La gigante roja aumentará de tamaño, crecerá y, como el dios Saturno que devoraba a sus hijos, irá tragándose uno a uno a Mercurio, Venus y posiblemente también a la Tierra. Ese será el verdadero final de nuestro mundo, de la vida, de todas las glorias y miserias que erigieron los Homo sapiens que en él habitaron.


El cuadro anterior no es solo una especulación creíble. En mayo de 2020, un grupo de astrónomos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), la Universidad de Harvard, el Instituto Tecnológico de California (Caltech) y otros centros de investigación estadounidenses logró captar en vivo y en directo, con el telescopio de Gemini Sur, en los Andes de Chile, el momento en el que una estrella moribunda similar al Sol, ubicada a unos 12.000 años luz de distancia, canibalizaba un planeta del tamaño de Júpiter. La estrella aumentó 100 veces la intensidad de su brillo en un lapso de apenas 10 días. 

Para explicar tan drástico cambio nunca antes visto los científicos siguieron la senda del método científico: elaboraron diversas hipótesis y las fueron contrastando con lo observado; se descartaron las que no encajaban con los hechos hasta que finalmente, tras arduo trabajo, quedó la explicación más plausible: se estaba observando la forma como una estrella devora un planeta de su alrededor cuando sus días de gloria están llegando al final.

En el cosmos destrucción y creación son los polos opuestos de la contradicción que dinamiza su evolución; si en un lugar del universo algo muere, en otro punto algo nuevo nace, los mundos van y vienen. El cosmos puede ser violento, pero esa violencia destructora también trae la semilla de lo nuevo. Parodiando a Marx, la violencia en el cosmos también es la partera de su historia.