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miércoles, 11 de diciembre de 2024
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Detener el desastre socio-ambiental en la Amazonia es apremiante para la humanidad

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La Amazonia es la última gran selva del planeta. Su extensión, representada en alrededor de 7.000.000 km2, da origen a la red fluvial más extensa y diversa. Este es el hogar de miles de especies de vertebrados y plantas, millones de invertebrados y organismos aún desconocidos para la ciencia. Adicionalmente, decenas de culturas ancestrales plasmaron su trasegar en hermosas pictografías y petroglifos, testimonios de una Amazonia cambiante en el tiempo y en el espacio, en gran medida por la acción humana.

¿Pero cómo vemos a la Amazonia? La visión sobre la gran selva ha sido influenciada por los requerimientos de materias primas en un mundo cada vez más globalizado.  Antes de la Conquista, los pueblos ancestrales veían a la Amazonia como la gran maloca cósmica, “su hogar y el de cientos de criaturas mitológicas como el jaguar, la anaconda, los delfines de río, caimanes, peces entre otros”, además de un lugar sagrado y de peregrinación plasmado en más de 70.000 pinturas rupestres, hermosas representaciones del arte indígena presentes en el hoy patrimonio mixto de la humanidad, el Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete. 


Foto: William Vargas
Foto: William Vargas

La relación humano-naturaleza, documentada en estos maravillosos paneles, es fracturada en los últimos cinco siglos de historia humana, que, desde la Conquista, pasando por la Colonia, la República, las sociedades modernas y postmodernas, tiene una relación con la biodiversidad Amazónica basada en modelos extractivos. La mejor expresión de esta economía del despojo es la fiebre del oro, las pieles, las plumas, el caucho, la deforestación, los peces de interés comercial para el consumo externo y ornamentales, los cultivos de uso ilícito, la explotación petrolera, la ganadería extensiva, la agroindustria de la palma y soya, y en las últimas décadas la reactivación de la explotación del oro y el coltán. Estos modelos crearon enormes cicatrices sobre la biodiversidad y las comunidades indígenas que tienen por hogar a la última gran selva. 

Foto: Federico Mosquera-Guerra, PhD. MSc. BSc
Foto: Federico Mosquera-Guerra, PhD. MSc. BSc

¿Pero entonces, si la Amazonia no es funcional para los modelos neoextractivistas, para qué nos sirve? Quizás en el contexto de la actual crisis ambiental, expresada en el cambio climático global y en la pandemia por SARS-Cov-2, lo realmente importante para la humanidad no es percibido por la cada vez más miope economía del mercado. Lo esencial —y en algunos casos intangible— son los servicios ecosistémicos de regulación, sostenimiento, culturales y de aprovisionamiento que la Amazonia provee desde hace millones de años y que contribuyen al mantenimiento de la vida en nuestra casa común. 

Hoy estas agresiones sobre la vida en la Amazonia nos tocan la puerta, cuando el humo de los extensos incendios forestales dispara las alarmas sobre la calidad del aire en los grandes centros urbanos densamente poblados como Bogotá y Medellín; cuando la provisión de agua en estas grandes urbes está en riesgo porque los ríos voladores, generados en el Atlántico y la Amazonia, ya no presentan los mismos patrones climáticos estables de épocas preindustriales. Es urgente cambiar nuestra visión de país sobre la biodiversidad de la gran selva, de lugar por dominar, transformar, colonizar y explotar, a ecosistemas esenciales para el equilibrio de la vida a una escala global y la pervivencia de culturas ancestrales. Nuestra Amazonia no es, como creíamos en los años 80, el pulmón del planeta, debido a que el oxígeno que allí se produce es rápidamente consumido por su biodiversidad. En su lugar, es el corazón del planeta, que late al ritmo del pulso de inundación. Este proceso lentamente inunda grandes extensiones de la Amazonia, llevando a su vez sedimentos esenciales para abonar la gran selva, generando frutos y semillas que alimentan a los peces y demás animales, contribuyendo  al almacenamiento de carbono y aportando a la regulación del clima y a la creación de los grandes ríos voladores. Su biodiversidad nos alimenta, nos provee de materias primas, medicinales y, sobre todo, su fauna contiene a las enfermedades virales emergentes y reemergentes.

En este contexto, es prioritario transformar la relación de los Estados nacionales

sobre la Amazonia, países que le apuestan al subdesarrollo como paso para alcanzar un desarrollo desigual y ser una caricatura de modelos económicos occidentalizados, en algunos casos asfixiados por los organismos multilaterales. Es vital para la humanidad que la palabra y la acción se encuentren. Las tasas de deforestación, las 158 hidroeléctricas operando y las 351 en fases de construcción y planeación en toda la Amazonia, los derrames de hidrocarburos y la contaminación por mercurio total de los pueblos indígenas, peces y delfines de río, diezman la capacidad de resiliencia de la Amazonia. 


En el actual debate político nacional, se da por terminada la pandemia y no se sugiere un monitoreo de la salud pública, o al menos estudiar el rol de la biodiversidad en diluir las cargas virales y su aporte a la regulación del clima. No se habla de la gran selva, su biodiversidad, su gente y su rol en el mantenimiento de la casa común; se habla, en cambio, de reactivar un modelo económico causante de las mayores crisis que estamos enfrentando como especie, y que si no atendemos tenemos el riesgo de desaparecer, como las miles de especies que hemos llevado a la extinción.

Por: Federico Mosquera Guerra

Investigador Fundación Omacha.

Laboratorio de Ecología del paisaje y modelación de ecosistemas Universidad Nacional de Colombia.

Laboratorio de Ecología Funcional de la Universidad Javeriana.

Miembro del Panel Científico por la Amazonía.