Dos viajeras y un sueño prehistórico

Guillermo Guevara Pardo
Licenciado en Ciencias de la Educación (especialidad biología) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, odontólogo de la Universidad Nacional de Colombia y divulgador científico.
El día había sido particularmente caluroso. El sol, rojo, reverberante, caía en el horizonte y una banda de homininos regresaba a los árboles del bosque donde cada noche trepaba para dormir. Su andar erguido les permitió hoy ir un poco más lejos que ayer a comer hojas, yemas, tallos tiernos, capullos de flores y frutas maduras. Fracasaron cuando intentaron acorralar una cría de antílope, pero todos compartieron la carne de unos lagartos que algunos cazaron; robaron huevos y con ramitas pescaron termitas y hormigas; empleando piedras gruesas sostenidas con las dos manos rompieron nueces contra otra piedra puesta a manera de yunque; bebieron agua en un abrevadero; el más experimentado del grupo desenterró tubérculos usando la punta de un palo; siempre estuvieron atentos por si aparecía algún depredador que tuviera ganas de calmar el hambre con la carne de alguno de los suyos. Los más pequeños correteaban de un lado para otro. Vieron la montaña que escupió humo y escucharon su estruendo. Una de las hembras se salió del camino cuando encontró unos huesos. Con curiosidad tomó el más largo, jugueteó con él en sus hábiles manos, lo olfateó y miró con cuidado, lo usó para golpear el piso; con un remedo de sonrisa concluyó que esa cosa no le interesaba y lo lanzó con fuerza hacia arriba; lo siguió con la mirada hasta que cayó y se estrelló contra el suelo de la sabana. Avivó el paso y alcanzó a los demás. La imagen del hueso flotando en el cielo quedó grabada en su memoria. Acostada en la cama de hojas y ramas, miraba las luces que titilaban arriba; sus ojos se fueron cerrando y el sueño invadió todo su cuerpo.
Millones de años después un grupo de hombres sapientes observaban impacientes unas pantallas luminosas, hablaban por micrófonos, a sus oídos tenían pegados auriculares, garabateaban sobre papel enigmáticos signos y alguno contaba números al revés hasta llegar al maravilloso cero… y ahí empezó el viaje. Era el verano de 1977 y, con 15 días de diferencia, dos cohetes Titán se elevaron al cielo llevando las sondas Voyager 1 y Voyager 2. El 20 de agosto salió la dos y el 5 de septiembre la uno. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno se habían alineado, algo que ocurre cada 176 años y que no sucedía desde principios del siglo XIX. Era la oportunidad de usar la fuerza gravitatoria de esos gigantones y volar desde la Tierra a Saturno en 12 años y no en 30. Las Voyager mostraron un sistema solar radicalmente diferente del que se conocía. Han pasado 45 años desde entonces y las dos perolas espaciales siguen funcionando a pesar de que casi toda su tecnología se volvió obsoleta; traspasaron la última frontera del sistema solar y se adentran en el frío espacio interestelar a miles de millones de kilómetros de Cabo Cañaveral.
La NASA había planeado para los dos artilugios una misión de cuatro años. La agencia espacial va a empezar a desconectarlos y prolongará su maravilloso viaje hasta el año 2030. Durante cuatro décadas encontraron hechos nuevos: Júpiter tenía anillos y descubrieron 22 lunas; los satélites de los grandes planetas no se parecen a la Luna, son mundos, como Ío, con volcanes activos, otros, como Europa, cubiertos por corazas de hielo agrietado; en Tritón, (una de las 14 lunas de Neptuno) que tiene una corteza congelada de nitrógeno, midieron la temperatura de la superficie: -235 grados centígrados, uno de los sitios más fríos del sistema solar. En 1989 la Voyager 2 arribó a Neptuno y retrató sus anillos, que ahora el telescopio espacial James Webb volvió a captar en todo su esplendor. El 17 de septiembre de 1990, más de nueve años después de cruzarse con Saturno y a unos 6.000 millones de kilómetros de nosotros, la Voyager 1 giró su cámara, tomó una fotografía y capturó la imagen de la Tierra cual «mota de polvo suspendida en un rayo de sol», como poéticamente lo dijo Carl Sagan.
Hoy las sondas están tan lejos que una señal de radio tarda casi 22 horas en llegar a la Voyager 1 y algo más de 18 horas a la Voyager 2. En 16.700 años Voyager 1 alcanzará la estrella más cercana al sistema solar, Próxima Centauri, situada a unos 4,25 años luz, es decir, que una nave espacial viajando a la velocidad de la luz (300.000 km/s) gasta un poco más de cuatro años en llegar a esa estrella. La Voyager 2 arribará 3.600 años más tarde; luego errarán por la Vía Láctea durante millones de años. Sagan hizo empacar en las dos viajeras sendos discos de bronce bañados en oro (los Sonidos de la Tierra) y empacados en un estuche de aluminio que, cual botella de náufrago navegando en el infinito océano del cosmos, llevan un mensaje codificado dirigido a cualquier civilización alienígena con el suficiente desarrollo científico y tecnológico para poder descifrarlos. Cada disco contiene sonidos e imágenes que dan una idea del mundo de donde proceden. Hay saludos en 56 idiomas; una colección de 116 imágenes que incluye, entre otras, fotografías de niños, atardeceres, delfines, bailarines, la estructura anatómica del ser humano; sonidos como las estridulaciones de los grillos, la caída de la lluvia o el beso de una madre a su hijo; noventa minutos de música como el Concierto de Brandeburgo número 2 de Bach, el primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, un canto de iniciación para niñas pigmeas o Johnny B. Goode, interpretada por Chuck Berry.
En esa noche antediluviana, mientras los demás homininos de la banda tenían pesadillas con licaones, hienas o leopardos, la curiosa hembra australopitecina soñaba que el hueso subía y subía y seguía subiendo, no caía, viajaba hacia el cielo y de fondo, el viento al pasar entre el follaje, creaba sonidos que nunca había escuchado.