Herencia
Marta Isabel González
Ingeniera de Diseño de Producto, Magíster en Mercadeo, creadora de La Vendedora de Crêpes.
De mi abuela hubiera querido heredar los ojos. Aunque no fueron los mejores cumpliendo la tarea de ver, sí le ayudaron a embrujar a todos aquellos que los miraban, empezando por mi abuelo, que se ahogó en esos dos mares verdes claros y de los que solo pudo salvarlo la muerte.
De mi abuela hubiera querido heredar su altura, que le permitió ver el mundo desde arriba con mucha más claridad que nosotros, los bajitos, y que probablemente le ayudó a entenderlo mejor.
Le puede interesar: Los hombres y mujeres son cada vez más vanidosos: Colombia es líder en la industria de productos de belleza
De mi abuela hubiera querido heredar su elegancia, que era de su piel y no de su ropa; nunca he conocido a nadie más que incluso en una bata de hospital se viera mejor que cualquier otra en su mejor vestido.
De mi abuela hubiera querido heredar sus cachetes rosados sin necesidad de rubor que la mantuvieron joven hasta los 90 años. De mi abuela hubiera querido heredar su ternura y sus manos suaves que curaban almas y cuerpos sin esfuerzo y sin darse cuenta.
De mi abuela hubiera querido heredar su optimismo enfermizo, que nunca le permitió ver problemas ni malas intenciones y que siempre le hizo pensar que su vida solo tuvo felicidad, a pesar de que para muchos esa misma vida habría podido ser una tragedia. De mi abuela hubiera querido heredar todo.
Me tocaron unos ojos negros que me dicen que miran profundo y que no embrujan sino que asustan. Me tocó ser la bajita de la familia y mirar el mundo desde abajo. La elegancia es un objetivo que consigo solo con grandes dosis de planeación, pero el despeluque se me da natural e irremediable. Los cachetes los tengo grandes y blancos y el rubor es un requisito para ir más allá de la puerta de mi casa.
La ternura la tengo reservada para los perros y mis manos son ásperas porque trabajo en la cocina. El optimismo me tocó fluctuante y esquivo. Por eso, cuando lo necesito pienso en ella.
De mi abuela solo heredé una cosa: de mi abuela heredé la capacidad de escribir sin pensar y sin corregir, de mi abuela heredé el estilo sincero y sin ínfulas de nada, de mi abuela heredé la facilidad de transmitir lo que siento sin el propósito de hacerlo.
De mi abuela heredé su esencia, que, si me pongo a pensar, es mejor que sus ojos verdes, su estatura de reina, su elegancia de noble, su juventud eterna, su ternura, sus manos suaves y su optimismo. De mi abuela lo heredé todo.
“Y tu sencillo nombre que suena a cascabel
recordará a la abuela cuando deje de ser,
Y cuando escribas versos, pues tienes el poder;
es bueno que tú pienses: de ella lo heredé”.