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jueves, 18 de abril de 2024
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La historia del primer TLC con Estados Unidos

El actual TLC con Estados Unidos no es el primero. En 1935, bajo la presidencia de López Pumarejo, el país se embarcó en una aventura similar que luego fue desmontada por el presidente Ospina Pérez. Aquí está la historia.
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Contrario a lo que se piensa, el actual Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos no es el primero que nuestro país ha firmado con ese país del norte. El historiador manizaleño, José Fernando Ocampo, escribió en julio de 2009 sobre el tema, a raíz de las negociaciones del TLC iniciadas durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. 

Para el académico, doctor en ciencia política de la Universidad de California, el primer TLC aprobado con los Estados Unidos —durante el gobierno de López Pumarejo— benefició a los exportadores de café y de banano, a la par que afectó negativamente a la incipiente industria nacional y a los demás sectores agrícolas, tanto, que en 1948 lo dio por terminado el presidente Mariano Ospina Pérez.


En 1933 fue el primer intento y en 1935 fue la vencida

Hace casi 90 años, en 1933, el entonces presidente liberal y quien venía de ser embajador de Colombia en Washington, Enrique Olaya Herrera, firmó un TLC con Estados Unidos que no fue ratificado en los congresos de ninguno de los dos países. 

En septiembre de 1935, durante la presidencia de Alfonso López Pumarejo, un nuevo Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos fue firmado. En febrero del año siguiente, fue aprobado por la Cámara de Representantes y, dos meses después, fue votado positivamente por el Senado. En la primera corporación hubo cinco votos en contra y en la segunda un solo voto negativo, el del senador del Chocó, Diego Luis Córdoba. 

La velocidad del trámite en la década de 1930 contrasta con lo ocurrido hace 20 años, cuando transcurrieron alrededor de ocho años entre el momento en el que empezaron oficialmente las negociaciones —el 18 de mayo de 2004, en Cartagena—, y su entrada en operación, en el año 2012. 

En cambio, resultan coincidentes las grandes desigualdades entre las dos economías y la búsqueda, con un trasfondo filosófico y político importante, de la liberación del comercio de mercancías, servicios y capitales, pero no de personas.

El contexto colombiano

El de Alfonso López Pumarejo, famoso por la llamada ‘Revolución en Marcha’, fue el segundo gobierno liberal, después del de Olaya Herrera, desde 1882. López se inscribió en la tendencia modernizante que había inaugurado el presidente conservador Pedro Nel Ospina, luego de dejar atrás el conflicto con los Estados Unidos por la pérdida de Panamá, con la firma del Tratado Urrutia-Thompson, ocurrida en 1922. 


Ocampo explica que, en lo económico, Colombia había iniciado en la primera década del siglo XX un proceso de industrialización, con notoria presencia en el departamento de Antioquia, en sectores como los de textiles, confecciones, alimentos y bebidas. 

Carreteras, puertos, ferrocarriles, acueductos, alcantarillados y otras obras de infraestructura habían sido financiadas con la indemnización por la pérdida de Panamá y con los dineros de la primera deuda externa, conseguida con prestamistas estadounidenses privados. Sobre estos últimos, no obstante, el país había declarado una moratoria en 1929 —año en el que estalló la crisis de la economía mundial—, ante la imposibilidad de pagarlos. 

A pesar de la incipiente modernización, el país seguía siendo predominantemente agrícola, las regiones no estaban bien integradas entre sí y la urbanización tendría que esperar hasta la década de 1960 para recibir su impulso definitivo, señala el académico. 

Sin un mercado interno bien desarrollado, las exportaciones también eran reducidas. Básicamente se limitaban a café, oro, esmeraldas, banano y petróleo. Estos productos, de economía extractiva o agraria, tenían escaso o nulo valor agregado y respondían a la lógica de la llamada división internacional del trabajo, según la cual los países metropolitanos del norte global se dedicaban a la producción de bienes industriales, con alto valor agregado, y los países menos desarrollados se encargaban de proveer las materias primas agrícolas y mineras necesarias para tal fin.  

El contexto estadounidense

De acuerdo con Ocampo, los tratados de 1933 y de 1935 hicieron parte de una política del gobierno estadounidense diseñada para el continente americano. En la década de 1930, el país del norte afrontaba la famosa crisis del 29 y buscaba consolidar su hegemonía en la región.

Para lograr ambas cosas, los Estados Unidos se propusieron firmar tratados comerciales con casi todos los países de América Latina. Ocampo señala que estos textos eran acordes con la filosofía liberal estadounidense; permitían darles salida a la inversión y a los bienes represados en ese país, que ya para entonces enfrentaba problemas de sobreproducción, y les daban capacidad de influencia en la región, en un momento en el que Europa y nuevas potencias asiáticas estaban también consolidando sus respectivas áreas de influencia. 

El mismo mes en el que se firmó el Tratado de 1933 —el que no fue ratificado—, Cordell Hull, secretario de Estado de los Estados Unidos, lideró la firma de una resolución contra el proteccionismo latinoamericano en la Conferencia de Montevideo, la cual incluía el principio de la “nación más favorecida”. Alfonso López Pumarejo, que representó al país en dicho evento y que para entonces se perfilaba como próximo presidente, votó afirmativamente la medida. 


Para Ocampo, este fue el preludio del tratado de 1935.

Industriales, cafeteros y demás sectores agrícolas: intereses distintos

En su artículo, Ocampo explica que en los tratados de la década de 1930 entraron en disputa los intereses de tres grandes sectores económicos: 

  1. Los cafeteros, “cuya producción representaba el 18% del Producto Interno Bruto del país y el 80% de las exportaciones y quienes presionaban la firma y aprobación del tratado. Estaban sufriendo los bajos precios del grano y la disminución del consumo por la crisis económica en Estados Unidos, a donde llegaba el 90% de su café. Pretendían que el tratado los protegiera de la fluctuación de los precios y les asegurara el flujo de las exportaciones”. Si bien no ahonda en ello, el académico plantea que el sector del banano, caracterizado por tener una economía de enclave, también tenía interés en que se firmara un Tratado de comercio con los Estados Unidos. 
  1. Los industriales, “principalmente antioqueños, que protegían una producción incipiente pero de gran dinamismo. En realidad, solamente 25 firmas superaban un capital superior al millón de pesos de aquella época, mientras el grueso del sector estaba por debajo de los 50 mil pesos, casi todavía al nivel de producción artesanal. Una libertad de importaciones de productos manufacturados los liquidaría y sería el fin de la incipiente industrialización del país”.
  1. Los productores agrícolas de cultivos como el trigo y el algodón, que también se daban en los Estados Unidos y con los cuales resultaría muy difícil competir si se reducían o eliminaban los aranceles. 

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En 1933, al final de la presidencia de Olaya Herrera y sin mayorías en el Congreso de la República, predominaron los intereses de los industriales y de los productores agrícolas de cereales y oleaginosas orientados al mercado interno. En 1935, en cambio, había asumido la presidencia Alfonso López Pumarejo, quien pertenecía a una familia con tradición en la producción y exportación de café y con fuertes vínculos con el sistema financiero estadounidense, pues su padre, Pedro A. López, y él mismo, habían sido banqueros. 

En los Estados Unidos, donde Roosevelt había conseguido facultades extraordinarias para negociar y firmar el Tratado, este fue ratificado con rapidez. En Colombia también fue aprobado fácilmente, gracias a que López contaba con mayorías en el Congreso. 

Pese a los intentos de los industriales por fomentar la discusión, el Tratado fue aprobado sin que estos hubieran podido siquiera conocer el texto. Ocampo relata que los gerentes de empresas como la Industria Nacional Colombiana, la Compañía de Tejidos Rosellón, la Fábrica de Hilados y Tejidos del Hato y la Compañía de Tejidos Unión, entre otras, le enviaron una carta al entonces ministro de Industria, Francisco José Chaux, en la que lamentaron que el Tratado no había sido “conocido por los industriales colombianos, tal como fue posible a quinientos técnicos americanos”.

Qué se aprobó

Según Ocampo, el Tratado de 1935 era prácticamente igual al firmado por el gobierno de Olaya en 1933. 

Por el lado del país del norte, todos los productos industriales obtuvieron libre ingreso o muy bajos aranceles. Entre ellos, había maquinaria, productos químicos, instrumentos quirúrgicos y otros productos que Colombia no producía, pero también “todo lo que producía la industria colombiana y lo que estaba en proceso de iniciar producción”.


Por el lado de Colombia, se beneficiaron productos como café, esmeraldas, platino, banano, ipecacuana, bálsamo de Tolú, sombreros de paja, semillas de ricino, tagua y tamarindo, entre otros similares cuya entrada a los Estados Unidos no significaba para ese país una pérdida de mercado, pues no los producía. 

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El académico detalla que la lista de productos estadounidenses ocupaba 20 páginas, mientras que la de los productos colombianos era muy corta, pues el país básicamente no exportaba nada más. 

Resultados

Según Ocampo, “de 1936 a 1940 el comercio de Colombia hacia Estados Unidos no aumentó significativamente, excepto, como era de suponer, el del café y el banano. […]. En cambio, el valor de las exportaciones de Estados Unidos a Colombia se duplicó en sólo dos años”.

Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, se redujeron los intercambios comerciales entre ambos países, pues los Estados Unidos tuvieron que dirigir su producción a la modernización de su ejército y a apoyar a los Aliados. “En la práctica, el Tratado no se desarrolló y, por tanto, resultó casi imposible medir sus consecuencias sobre la economía nacional en ese período”, explica Ocampo. 

En 1945, con el fin de la guerra y el empujón que recibió la economía estadounidense en el contexto de la reconstrucción de Europa, los efectos del Tratado se empezaron a sentir con fuerza en Colombia. Para Ocampo, “cuatro años después se habían vuelto asfixiantes para el proceso de industrialización en que se había comprometido Colombia”, en el marco del modelo de industrialización por sustitución de importaciones. 

Dicho modelo exigía una política de protección a la producción con aranceles, contraria a lo firmado en el Tratado de 1935. En el ámbito político las cosas también habían cambiado. López Pumarejo había dejado la presidencia en 1945 y, tras cortas actuaciones de Carlos Lozano, Darío Echandía y Alberto Lleras, había asumido la primera magistratura el político conservador, Mariano Ospina Pérez, el 7 de agosto de 1946. Al respecto, cuenta Ocampo: 

“Como lo planteó el presidente Ospina Pérez en la proclamación de su candidatura y materializó en 1949 al expedir el Decreto 3848 sobre una nueva tarifa aduanera: ‘Es lógico que nosotros aspiremos a la defensa de esa naciente y próspera rama de nuestra actividad económica que tan señalados servicios acaba de prestar a nuestra economía en la reciente emergencia internacional. Se trata de una aspiración conjunta de los países latinoamericanos […] de lograr el mantenimiento de la protección aduanera indispensable para defender nuestras nacientes industrias en un período crítico de su desarrollo y crecimiento’”. 


En ese contexto favorable a la protección de la industria nacional, el ministro de Hacienda del gobierno de Ospina Pérez, Hernán Jaramillo, se dio a la tarea de desmontar el Tratado de Comercio de 1935, cosa que, según Ocampo, logró “mediante una muy difícil negociación con Estados Unidos” el primero de diciembre de 1949.

Ese año, el ministro Jaramillo explicó así la decisión: “Las tarifas eran por lo tanto insuficientes como herramientas para salvaguardar la industria nacional e igualmente eran muy débiles como mecanismos fiscales […]. Corregir tan gravosa situación era una de las grandes necesidades nacionales”.

Puede consultar el artículo completo de José Fernando Ocampo en este enlace.

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