Recuerdos que enseñan
Óscar Gutiérrez
Director ejecutivo de Dignidad Agropecuaria Colombiana. ogutier51@gmail.com
En días pasados, cuando estaba en Colombia mi único hermano, decidimos viajar de Manizales a Bogotá por tierra, pero hacerlo por una ruta poco convencional.
Se trataba de pasar por la hermosa geografía del Parque de los Nevados; entrar a la población de Murillo, enclavada en el páramo; bajar al Líbano, un municipio ligado a la historia del café; salir a Armero, pueblo natal de varios integrantes de la familia; pasar el río Magdalena, parar a almorzar en Cambao y subir por la provincia del Magdalena Centro hasta la Sabana de Bogotá, atravesando Facatativá, Funza, Mosquera y, finalmente, luego de recorrer poco menos de 300 kilómetros, llegar a Bogotá.
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Salimos bien madrugados de la capital de Caldas y para nuestra fortuna nos tocó un día hermoso, despejado, con un cielo azul intenso para el disfrute de los múltiples paisajes que conforman ese bello rincón de la Patria.
La carretera se está construyendo. Es una vía en concesión en la que se ve maquinaria, equipo de construcción y cientos de trabajadores. Aspiran a pavimentarla desde La Esperanza, punto de ingreso al Parque, hasta el municipio del Líbano, y de ahí hasta el cruce de la vía que va de Honda a Ibagué.
Aunque hay una afectación a los ecosistemas del Parque, la vía pavimentada probablemente atraerá a miles de colombianos y extranjeros que quieran admirar la belleza del lugar. Disfrutar del pico Nevado del Ruiz, el cráter de la Olleta, la fumarola del volcán que se volvió permanente después de la erupción, las innumerables cascadas que se atraviesan durante el recorrido, los bosques de frailejón en la inmensidad de su belleza, las formaciones rocosas de las más diversas formas, texturas, colores y que son de una preciosidad que impresiona a los ojos y que fortalece el amor por la naturaleza de esa región.
No son muchos los kilómetros que faltan por pavimentar y, seguramente, si se cumplen los tiempos del contrato, pronto estará concluida. Llegados a ese punto, las autoridades deberán ejercer una rigurosa vigilancia para que el parque no pierda lo conservado.
Después de alcanzar la cima de la montaña se baja hacia el municipio de Murillo. Allí se siembran papa y legumbres y se tienen vacas de ordeño. Es un pequeño pueblo que conserva aún muchas de sus viviendas construidas con tabla por los pobladores iniciales de esa región. Viviendas dignas de conocer por sus calidades y condiciones de construcción, y que deberían ser, además, parte de nuestro patrimonio arquitectónico.
Las crisis de precios de la papa, las heladas y granizadas y las dificultades para la producción agropecuaria no han logrado derrotar a sus pobladores, quienes, con firmeza, se niegan a salir del territorio, así muchos jóvenes se hayan visto obligados a hacerlo.
Continuando nuestro viaje nos adentramos en la zona cafetera del municipio del Líbano, un territorio poblado inicialmente por campesinos y por dueños de tierras que crearon en el Tolima, Caldas, Cundinamarca y Santander lo que se conoce en la historia del café como las ‘haciendas cafeteras’.
Correspondió a un período histórico en el que dueños de grandes extensiones de tierra las explotaban a través de arrendatarios, a quienes les daban un tablón para que lo trabajaran, entregaran una parte de la producción al propietario y tomaran para ellos otra parte, según lo acordado. Formas de producción ancladas en la herencia de carácter feudal que dejara España y que los patriotas no lograron, por múltiples razones, superar.
Y vino a mi recuerdo una historia que me fuera contada por alguien de esa región. En una de esas haciendas el propietario, que era una especie de señor feudal, abusaba de las hijas de los aparceros, haciendo remedo a lo que se conoció como el “derecho de pernada”, una horrorosa práctica contra las mujeres que fue establecida por los señores feudales en Europa, gracias a la cual estos tenían “derecho” a dormir con las mujeres de sus feudos en su primera noche de casadas.
El derecho de pernada se ejerció en el mundo entero y en Colombia se heredó de España. Aquí, era frecuente que se aplicara también en momentos distintos a los del matrimonio.
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El propietario de la hacienda a la que me refiero, como muchos de la época, tenía en la parte de la tierra fría ganado para el ordeño; en las tierras templadas del medio, café, plátano, yuca, frijol y otros cultivos de pancoger que sembraban los más de 30 arrendatarios de la hacienda y, en las tierras cálidas, caña para elaborar panela.
Eran más de 660 hectáreas que tributaban a esta familia, emparentada con quienes tenían poder en Bogotá desde cargos en el Estado y en el Congreso de la República. Años después, durante la violencia liberal-conservadora que vivió la nación y que fue muy fuerte en Caldas, Tolima y Antioquia, la hacienda fue tomada por Desquite, uno de los llamados bandoleros, lo que llevó a fuertes enfrentamientos con el ejército que condujeron a la salida del invasor. Años después, la hacienda fue vendida y terminó parcelada entre campesinos que lucharon para trabajarla, al igual que otras más.
Parte del interés de viajar por esa ruta tenía que ver con volver a recorrer lo que fue Armero, donde nací y donde mi madre y la abuela vivieron muchos años. Allí se dedicaron a expender pescado en la galería, pescado que aprendieron a comer desde su tierna infancia y que disfrutan hoy, cargadas de años y como si fuera ayer, ella y su única hermana.
Recordamos las historias de mi madre sobre el colegio donde estudió interna. El recuerdo nos permitió saber, a mi hermano y a mí, las difíciles condiciones que vivió. La discriminación de las monjas alemanas que regían el colegio, violando incluso su correspondencia y evitando entregar las cartas que escribía a su padre, en las que denunciaba el maltrato y los castigos físicos a los que era sometida en el sitio de estudio que él había elegido para ella.
La entrada a Armero hizo inevitable que vinieran a su memoria —y a la de nosotros—, los años vividos, las vacaciones que pasamos, los familiares que perdimos y los recuerdos del pueblo, sus calles, sus gentes, el parque y tantas cosas más que se agolpan en la memoria.
También volvimos a vivir la desidia del gobierno de turno, el de Belisario Betancur, que no prestó atención a lo que se estaba incubando por el represamiento que se presentaba aguas arriba del río Lagunilla, que nace en el Nevado del Ruiz. Ese fatídico día de 1985, el deshielo del Nevado impidió que el río corriera por su cauce y, desbordado, acabó con la vida de por lo menos 25 mil compatriotas.
Dolor nos quedó de tales recuerdos, pero el deseo de un buen viudo de capaz nos alentó a seguir hacia la población de Cambao, no sin antes recordar los sembrados de algodón que se acabaron con la apertura económica y apreciar los cultivos de arroz que hay a fuerza de la lucha de los arroceros entre lo que quedó de Armero y el Río Magdalena.
El tiempo no nos permitió ir hasta la población de Ambalema, otro sitio que nos llena de recuerdos por la importancia que tuvo el cultivo de tabaco y por el ferry que nos llevaba, de un lado a otro del Río Magdalena, como aún ocurre hoy.
Después de almorzar emprendimos la ruta que mi madre había recorrido a finales de los años 40 del siglo pasado, cuando salió de Armero camino a la capital. En esos años era una vía destapada, de difícil tránsito y que serpenteaba por varios municipios de Cundinamarca hasta llegar a la sabana en Facatativá y de ahí hasta Bogotá.
Eso mismo hicimos, pero, en la Bogotá de hoy, nos gastamos tres horas para ir desde Mosquera hasta la casa donde vive mi tía, que era la otra razón de venir por tierra a Bogotá. Veníamos con la idea de llevarla de regreso para que estuviera unos días con mi madre, cosa que logramos. Llegamos a las 7:00 de la noche, un viaje de 13 horas que agolpó unos recuerdos que enseñan.
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