INDOMABLE – El derecho de lo salvaje a sobrevivir

María Isabel Henao Vélez
Comunicadora Social y Periodista de la Universidad Javeriana. Especialista en Manejo Integrado del Medio Ambiente de la Universidad de los Andes. Twitter e Instagram: @maisamundoverde
No debería ser tan difícil escribir de lo que más se ama. Confieso que mis manos han sobado el teclado, hecho un click aquí y allá tratando de aclarar la mente y se han ocupado en otros menesteres mientras doy vueltas por la casa. Respiro profundo y me doy cuenta de que siento angustia.
Debería ser fácil, debería poder contar momentos maravillosos vividos a su lado para contagiarlos de ese amor indomable… de mi amor por lo indomable. Imagino que no ayuda llevar tantos días como monja de clausura en un apartamento, como representante de la generación del encierro que puede llegar a pasar hasta el 90% del tiempo entre cuatro paredes y respirar un aire hasta cinco veces más contaminado que el del exterior.
Imagino que no ayuda pasar el Día Mundial de la Vida Silvestre tan lejos de lo silvestre. Mientras mi marido recorre el río Matavén en un bote buscando delfines, respirando una brisa fresca, pintándose aún más los ojos de ese verde que tanto extraño en esta selva de cemento; yo intento elaborar un mensaje al que no le caiga la tinta del desespero.
Estamos de acuerdo, si a cualquiera le preguntan qué es lo que más ama la respuesta natural es: sus hijos, sus padres, sus parejas o su familia. Saquemos de la ecuación la parentela, si yo les pregunto qué es eso que más aman, ¿qué responderían?
Yo, lo que más amo es la naturaleza prístina, sin nosotros entrando a hacer daño. Amo el mundo salvaje, el mundo silvestre. ¿Sabían que la palabra silvestre, del latín silvestris – sylvestrum significa propio de la selva?
Bueno, hagan de cuenta que yo soy como propia de la selva, de niña imaginaba que era un hada del bosque que habían castigado por portarse mal y la habían vuelto humana. Sí, a ratos me siento como un animalito de monte encerrado y condenado a andar en un laberinto con ventanas que muestran a ninguna parte.
Tampoco soy pendeja, el antónimo de salvaje: doméstico, nos ha traído comodidad, seguridad y garantizado vidas más largas fuera de los peligros del mundo natural. Bendita nuestra neocorteza cuando de medicina, ciencia y otros saberes se trata. Sin embargo, durante mi tiempo de vida, en los últimos 50 años, ese doméstico que nos protegió parece estarse volviendo en nuestra contra. Se nos fue la mano con la domesticada.
Empezamos a reproducirnos como conejos y la población mundial se incrementó más de tres veces lo que era a mediados del siglo XX. En 1950 habitaban este planeta 2500 millones de personas, se sumaron 2000 millones más para 1998 y 1000 millones para el 2010. Se estima que creceremos en 2000 millones de personas en los próximos 30 años, pasando de los 8000 millones actuales a 9700 millones en 2050.
Ese jurgo de gente ha demandado de la naturaleza más recursos (no de manera equitativa, pero esa es otra historia) ha movido el mundo a punta de combustibles fósiles, ha deforestado, transformado y degradado ecosistemas naturales de bosques, sabanas y humedales costeros e interiores, y se ha alimentado dañando los suelos y la preciosa cobertura vegetal que ha hecho de ese planeta un sitio maravilloso.
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El precio de grandes ciudades e industrias vertiendo sus basuras sin vergüenza a la naturaleza, el precio de ocupar cuanto espacio posible y rayarlo de carreteras que fragmentan hábitats, el precio de tumbar el monte y rellenar el humedal para darle paso a la “civilización” lo ha pagado el mundo silvestre.
Y lo empezaremos a pagar los seres humanos porque sin esas áreas íntegras y conservadas, plenas de variedad de especies que hacen la magia del ciclo de la vida, no tendremos la mejor defensa contra el cambio climático, ni insumos para nuevas medicinas, ni proveedores de agua, de aire limpio, de polinizadores o alimentos… ni muchas cosas más que sostienen la vida y la hacen noble y bella.
Darse cuenta de lo perdido es difícil en un país como Colombia, donde los paisajes son alucinantes y todavía el verde se hace presente. Pero tras ese telón de verde, se ven a gatas para tener un hogar, no ser cazados, traficados o atropellados y moverse libremente el jaguar, el ocelote, el perezoso, el zorro cangrejero, el oso andino, el caimán, las águilas cuaresmeras, la morrocoy, el tití, el cóndor, los delfines de río y muchos más.
Tras el telón verde hay lo que mi esposo llama la selva desfaunada, extrañando el teatro de la vida que lo recibió hace poco más de 30 años cuando llegó al Amazonas por primera vez. A propósito del Día Mundial de la Vida Silvestre está bueno recordar que, en el 2022, el Informe Planeta Vivo de WWF que monitorea las tendencias en la abundancia mundial de vida silvestre, detectó una disminución promedio global del 69% de las casi 32000 poblaciones estudiadas de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces entre 1970 y 2018.
Y aunque en América Latina y el Caribe el paisaje nuble los ojos, la pérdida de mamíferos, aves, anfibios, peces y reptiles fue en promedio de 94%, mucho mayor que cualquier otra región del mundo. Este año llega un nuevo informe, justo antes de que se realice la COP 16 (Conferencia de las partes del Convenio de Diversidad Biológica) en Cali – Colombia; y le tengo miedo a las cifras que presenten este año.
Permítanme volver a las imágenes y sensaciones de eso que más amo para contrarrestrar la angustia que a ratos se me sienta en el pecho. Dibujen en su mente mi falta de aliento al sobrevolar el corazón del mundo en Chiribiquete y rezar para que las sierras no sigan pelando sus bordes, y mi espíritu sobrecogido en las noches en medio de los ecos del silencio en un tepuy de 800 metros; mi placidez al sentir bajo mi espalda un colchón de musgo en el páramo y en mi rostro la humedad de la lluvia vertical en las tierras altas de los Andes; mi mano ansiosa de tocar el gran río Amazonas siempre, cada vez que me monto en una lancha en Leticia rumbo a Puerto Nariño, mi sonrisa a cada delfín que asoma y mi abrazo amoroso a una ceiba en un rincón escondido de los lagos de Tarapoto; mi alegría al sentir una ola golpear con fuerza mis piernas y la tibieza de la arena oscura en el Pacífico, clara en el Caribe; las lágrimas que empantanan mis ojos al perderse la mirada en los atardeceres de un horizonte llanero y el frescor en la piel tras un baño en un caño de morichal donde los peces te hicieron cosquillas al rozarte; y para no hacer esto más largo, mi sensación de que pertenezco, de que estoy viva, de que hay algo más grande y sagrado que sopló la vida en mí cada vez que camino en cualquier bosquecito de mi Valle del Cauca, de los Andes o de cualquier rincón del mundo.
Hoy quisiera que mi voz llegue a todos los seres humanos, sobre todo a los dueños de los grandes emporios económicos, a ese 1% que come aleta de tiburón, viaja en jet privado, maquila con mano de obra semiesclava, no quiere hacer la transición a energías renovables y solo piensa en acumular riqueza y más riqueza a costo de lo que sea…
¿Qué hay que hacer para enamorarlos de la naturaleza? Hoy quisiera que el otro 99% supiera el gran poder que hay detrás de llamarnos “consumidores” y empujara una ola de cambio, votando y empujando para que los gobernantes giren el timón del barco planetario a favor de la naturaleza, es decir, ¡a favor de nosotros mismos!
Cierro con esta lista de acciones para defender la vida silvestre y con mi deseo y propósito de fomentar un espíritu indomable en todos (como alguna vez lo fue la naturaleza) que transforme nuestras ciudades en biodiverciudades y que trate como sagradas las áreas silvestres.
• Apoyemos los esfuerzos de gobiernos y organizaciones para aumentar la cobertura de las áreas protegidas, fortalecer la forma en que éstas se manejan y mejorar las conexiones para que la vida silvestre se pueda mover libremente entre ellas.
¡Amemos nuestros parques y reservas naturales, visitémoslos y cuidémoslos como si fueran sagrados! Si tenemos un terreno en el campo, animémonos a hacer una Reserva Nacional Natural de la Sociedad Civil.
• Rechacemos y denunciemos el comercio o tráfico ilegal de animales silvestres y la sobreexplotación de especies (especialmente la pesca de arrastre en los mares), apoyemos el fortalecimiento de las regulaciones que las protegen y velemos porque se apliquen adecuadamente. Pongamos lupa a las cosas que compramos, averigüemos si usaron insumos logrados tras deforestación (como palma de aceite) o están hechos con partes de especies en peligro.
• Apoyemos las organizaciones que concientizan a los mercados y llaman a los consumidores a no comprar productos de vida silvestre. Por ejemplo, la demanda de aletas de tiburón en el mercado asiático, tienen a muchas especies en jaque, y la pesca del totoaba para extraerle la vejiga natatoria y traficarla en China como “potenciador sexual” causó el colapso de las poblaciones de vaquita que cayeron como pesca incidental en las redes.
• Apoyemos mercados locales de agricultura regenerativa, que nuestros alimentos no fomenten una agricultura expansiva llena de agroquímicos tóxicos para el ambiente y las personas, y que haya degradado o deforestado hábitats naturales. Apoyemos mercados campesinos que provean productos que aprovechen el bosque en pie (como mieles, nueces, aceites extraídos de manera sostenible y otros).