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jueves, 18 de abril de 2024
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Normalidad

Victoria González, Columnista

Victoria E. González M.

Comunicadora social y periodista de la Universidad Externado de Colombia y PhD en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de la ciudad de Buenos Aires. Decana de la Facultad de Comunicación Social – Periodismo.

El cine y la literatura están llenos de historias de personas que rompieron el molde y se atrevieron a ser diferentes por encima de las opiniones de los demás. Pintoras rebeldes, bailarines trasgresores, escritoras malditas, científicos iconoclastas, a ellas y a ellos se les rinde culto en todas partes y se les reconoce su capacidad de triunfar a pesar de los obstáculos que muchas veces les impuso la gente corriente con vidas planas y vacías. Ese legado no solo se queda en historias, también engrosa todo un mercado de objetos que generan muchas ganancias y que los seres comunes usamos con orgullo, quizá con la vaga esperanza de que nos podamos imbuir del espíritu de nuestros héroes y heroínas a través de una gorra, una taza o una camiseta.

Pero la vida real es otra cosa. Cada día, en cada rincón del planeta nacen nuevos rebeldes, seres excepcionales que quizá podrían transformar al menos una mínima parte del mundo con sus ideas y sus acciones. Sin embargo, a medida que crecen, nos encargamos de normalizarlos, de hacerles entender que los diferentes solo sirven para protagonizar historias fantásticas, que está bien que siendo niños toquen el piano, pinten o bailen, pero cuando crecen deben tener una profesión «seria», algo que garantice un plato de comida en casa. Les recordamos que las ideas revolucionarias son peligrosas, que las cosas siempre han sido de determinada manera y así funcionaron, por eso no vale la pena cambiar nada. Los silenciamos en las casas y en las escuelas, los domesticamos con pruebas y castigos para que cumplan las metas establecidas por la sociedad para que se conviertan en «ciudadanos respetables».


Los más sensibles, los más tenaces e insurrectos, no se apaciguan y por encima de imposiciones y presiones toman atajos que finalmente los llevan a transformar algo de este difícil mundo. Sin embargo, no podemos olvidar que en el camino se quedan muchos y muchas que quisieron, pero nunca pudieron. Que no fueron lo que querían ser, solo lo que otros querían que fueran. Que perdieron su creatividad y marchitaron su espíritu escondidos en uniformes, en normas sin sentido, en reglas ridículas y en horarios irracionales. 

Qué triste que los humanos nos sigamos echando esos discursos vacuos que nos incitan a ser excepcionales, a ser distintos, cuando en el fondo, lo único que seguimos perpetuando es la «normalidad», lo que siempre fue, lo que no debe cambiar. Qué mal que sigamos celebrando que, en algún lugar, alguna vez, hace mucho tiempo, alguien salió a marchar por los derechos que ahora tenemos todos, pero nos opongamos a que otros vuelvan a hacerlo. Qué difícil que sigamos pensando que ser artista está muy bien hasta que nuestros hijos tienen ocho años, pero en adelante, solo puede ser un pasatiempo y no su apuesta de vida. Qué doloroso que sigamos creyendo que las grandes historias de transformación están allá afuera, lejos de nosotros, mientras planchamos la camisa, leemos el último libro de autoayuda y ponemos el despertador.