La bananización de Estados Unidos
Nicolás Goszi
Escritor, periodista y traductor argentino. Ganó la Primera Mención en el Premio Casa de las Américas 2013 de Literatura Testimonial, con “El honor de la cuadra”.
Clima de violencia electoral. Decadencia de la clase dirigente. Irrupción de un populismo neoliberal estridente y antidemocrático. Cooptación de la Justicia por políticos y magnates. Concentración extrema de la economía. Aumento de la desigualdad social. Inaccesibilidad a la vivienda. Cincuenta años de recorte de impuestos a los más ricos. Y una nueva regresión: el debate sobre abolir o no el derecho al aborto y al matrimonio igualitario.
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Welcome al Ritual de la banana!
Ya no estamos solos. La foto de las presidenciales 2024 capta como ninguna otra, con acritud, los signos de la decadencia política que el país más poderoso del mundo arrastra –en mayor o menor medida– desde hace al menos cuatro décadas. El pronóstico, excitante, anticipa empate técnico, eventuales desmanes y lluvia de crispetas.
En una esquina, con 78 años y una condena por treinta y cuatro delitos en un caso de faldas: el candidato republicano, Donald John Trump, outsider de la política devenido en populista de derecha disruptivo y provocador, rebelde, enjuiciado además por conspirar durante la toma del palacio Legislativo tras desconocer su derrota en las elecciones anteriores; sobreviviente de dos intentos de magnicidio y agitador de emociones violentas y denuncias de fraude anticipadas en la presente campaña, profeta de la insurrección en caso de resultado nuevamente adverso.
En la otra esquina, con 60 años y una acusación de plagio literario en su contra: la candidata demócrata, Kamala Devi Harris, política de profesión, más racional y predecible, nominada de urgencia y obligada, en consecuencia, a fatigar pasillos y atriles en un intento desesperado de mostrar que había llegado a la postulación por mérito propio y no por la indisimulable merma de las facultades mentales del postulante originario, el octogenario y pese a todo aún lúcido presidente actual, Joe Biden, que al dar tanta ventaja en el duelo mediático tuvo que abandonar (just in time?) la carrera por la reelección.
Dime qué propones y te diré qué escondes
El expresidente Trump, que ocupa hace ocho años el vacío de poder en el Partido Republicano, promete nuevos recortes de impuestos a la riqueza, crear trabajo en territorio nacional, un giro conservador (o no tanto, según le convenga) en temas sociales como el derecho al aborto o al matrimonio entre personas del mismo sexo, ratificar la portación de armas de fuego, endurecer los controles migratorios y de este modo hacer grande a America otra vez.
En el plano geopolítico, amaga cambios drásticos que podrían inquietar a viejos aliados de Estados Unidos (Israel, Europa) y a otros más recientes (Ucrania). Deportación masiva de inmigrantes sin papeles y una rutina de riego esporádico es lo que podemos esperar de él en el patio trasero, si cumple con su palabra.
La vicepresidenta en ejercicio Harris, rueda de auxilio del Partido Demócrata, propone en cambio cobrarles más impuestos a los magnates, controles de precios para bajar la inflación, restringir el acceso a las armas de fuego, otorgar nuevos derechos a las minorías y destinar recursos a la inversión social.
Sin embargo, también se encargó de dejarle en claro al mercado que ella –como Bill Clinton, Barack Obama y el propio Biden, predecesores demócratas en la Oficina Oval de la Casa Blanca– tampoco será quien saque los pies del plato. ¿Es siquiera imaginable hacerlo en esta etapa del capitalismo? Las relaciones internacionales del imperio norteamericano, en las que América Latina hoy parece tener escasa relevancia, estarían exentas de sobresaltos durante una eventual administración suya. O al menos, sugirió, ella no los propiciaría.
Inescrupuloso Donald, urgida Kamala y un pueblo armado hasta los dientes. ¿Qué puede salir mal?
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Y sí: es la economía, estúpido
Cuando la amenaza del comunismo se disipó –con el colapso de la Unión Soviética, en 1991– encumbrados políticos, economistas, analistas, periodistas y demás apóstoles del liberalismo vernáculo hacían fila para profetizar aquí y allá que la hora de la libertad y la abundancia por fin había sonado. El crecimiento económico necesario para salir de la pobreza y del atraso ahora estaba, según ellos, al alcance de la mano de todo pueblo decidido a hacer el mérito de prosperar.
No les dio vergüenza desempolvar conjeturas de principios de siglo, supuestamente científicas (Teoría del derrame), para persuadir a los trabajadores de que el avance desregulado del capital los favorecería también a ellos: más empleo y mejor pago, oportunidades de emprender, independizarse, comprar la casa, cambiar el auto, todos los progresos de la movilidad social ascendente. No ocurrió. Ni en Europa, Asia ni en América Latina. Ni siquiera en el país que ganó la Guerra Fría, donde el viento de cambio también sopló (vaya si sopló) en dirección opuesta.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1960, la tasa de impuestos al sector más rico de la población estadounidense había oscilado entre el 92% y el 70 por ciento.
En los Ochenta, al implementar por primera vez en tierra propia las teorías neoliberales del monetarista Milton Friedman, el presidente republicano Ronald Reagan asestó una seguidilla de abruptos recortes gracias a los cuales el impuesto a los multimillonarios se derrumbó del 73% al 28%. La tendencia a la baja continuó durante las gestiones de los también republicanos Bush padre (1989-1993) y Bush hijo (2001-2009).
Lejos de multiplicar las inversiones, la producción y los puestos de trabajo –esta era la excusa–, la política de privilegiar a los magnates concentró la economía en menos manos e incrementó exponencialmente la desigualdad. (un estudio de la London School of Economics comprobó que no solo en Estados Unidos esa estrategia resultó regresiva).
Ni Clinton ni Obama, pese a sus tímidos intentos redistributivos, lograron en las décadas de 1990 y 2010 revertir el estancamiento de la economía ni el decrecimiento de la clase media.
En 2018, ya bajo el mandato de Trump, las cuatrocientas familias más acaudaladas del país llegaron a pagar menos impuestos que la clase trabajadora.
Los resultados están a la vista. Cuatro décadas y media de neoliberalismo transformaron a aquella tierra de oportunidades donde prosperaba y aumentaba la clase media (el Sueño Americano) en esta selva donde la ley del sálvese quien pueda hace realidad la pesadilla de la exclusión.
Con precios privativos que impiden el acceso a la vivienda propia. Con muchas, cada vez más, personas en situación de calle porque no tienen ni para pagar el alquiler (Tasa natural de desempleo). Con miles de ciudadanos que carecen de atención médica adecuada. Con un sistema educativo clasista que les niega recursos a los niños más vulnerables y se los otorga a los hijos de las familias que menos los necesitan. Toda una serie de inequidades que aún los políticamente correctos y discursivamente solidarios dirigentes demócratas mantienen y reproducen, naturalizan, en los estados que gobiernan.
La incapacidad de respuesta de los referentes demócratas y republicanos ante los estragos del modelo neoliberal explica, en parte, la desilusión del electorado y el consecuente advenimiento de líderes mesiánicos. Disruptivos en las formas, gatopardistas en esencia. Que además de causar nuevos estragos, profundizan los ya existentes.
Éramos pocos y parió la Corte Suprema
Al desprestigio de la política –la imagen negativa de Trump y de Harris supera el 50%, la del Congreso ronda el 60%–, se sumó en los últimos años la desconfianza en el Poder Judicial. Especialmente, en la Corte Suprema, cuestionada por abusos éticos y sentencias polarizadas con sesgo ideológico.
A mediados de 2023, los periodistas de Associated Press, Brian Slodysko y Eric Tucker, informaron que miembros de la Corte –entre ellos Clarence Thomas, Elena Kagan, Sonia Sotomayor– participaron de cenas y eventos privados con poderosos empresarios. “Los colegios y universidades públicas han visto las visitas de los jueces como oportunidades para generar donaciones, poniendo regularmente a los jueces en la sala con donantes influyentes, incluidos algunos cuyas industrias tuvieron intereses ante el tribunal”.
Oh, dear! “Los documentos también revelan que magistrados que abarcan la división ideológica del tribunal prestaron el prestigio de sus cargos a la actividad partidista, encabezando discursos con políticos destacados, o promovieron sus propios intereses personales, como la venta de sus libros, a través de visitas a universidades”.
Thomas fue un paso más allá. Según investigaciones de ProPublica, el juez aceptó vacaciones de lujo varias veces –incluido un viaje de 500.000 dólares a Indonesia, en 2019–, invitado por un viejo amigo, el magnate y donante republicano Harlan Crow.
No parece casualidad que la Corte Suprema haya anulado los límites de las donaciones particulares para el financiamiento de los partidos políticos. Tampoco que le haya permitido a Trump volver a postularse a pesar de haber incitado a la toma del Capitolio cuando perdió las presidenciales de 2020 contra Biden.
Compuesta por tres progresistas y seis conservadores –tres de ellos nominados por el mandatario insurrecto que instó a marchar hacia el palacio Legislativo aquel fatídico 6 de enero de 2021–, hoy roza con razón su piso histórico de imagen negativa.
Las cosas por su nombre
Si la democracia es el sistema de gobierno que confiere el poder al conjunto de la ciudadanía, y la plutocracia el que lo pone en manos de los sectores más acaudalados de la sociedad, el historiador Jenofonte quizás estaría de acuerdo con que hace décadas que Estados Unidos es una plutocracia travestida de democracia. El lobby legal de los grandes capitales en el Congreso le serviría de argumento.
Desde luego, algo similar puede decirse de Europa, Asia, África, Oceanía y América Latina. Lo novedoso, en todo caso, es el descrédito que salpica a los tres poderes supuestamente independientes y democráticos –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– en que se basa el sistema presidencialista estadounidense. ¿Sueña Estados Unidos con parecerse a su patio trasero?
Con independencia del triunfador en los comicios del martes 5 de noviembre, el proceso de degradación de las instituciones ¿todavía? democráticas de Estados Unidos parece encaminado a acelerarse en la medida en que la dirigencia judicial siga cediendo y le permita a la dirigencia económica, y la política, transgredir aún más los límites éticos que las habían preservado desde su fundación. Suena incluso ingenuo pretender que ocurra lo contrario. Y ese es, precisamente, el ojo de la tormenta. Donde se impone el lucro, se devalúa el prestigio. MAY THE FORCE BE WITH US.