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sábado, 27 de diciembre de 2025
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Burocracia, mermelada y clientelismo

Laura Bonilla, Columnista, Más Colombia

Laura Bonilla

Subdirectora de la fundación Pares. Politóloga, magíster en estudios políticos y latinoamericanista. Experta en paz, seguridad y violencias organizadas.

Aunque en el debate político colombiano se usen indiscriminadamente, no son lo mismo. La burocracia hace parte de los Estados modernos y es necesaria para el funcionamiento de las instituciones. De hecho, pese a su mala fama, una burocracia capaz y eficiente garantiza que las ideas se transformen en buenas políticas públicas, que a su vez transforman la vida de las personas.

El clientelismo, por el contrario, es un sistema de intermediación e intercambio de favores, en el cual el político regional está en una clara posición de poder con el pueblo al que dice representar. Si bien por muchos años se romantizó al político que le “cumplía a su pueblo”, la intermediación de bienes y servicios públicos no le ha traído nada bueno ni a las regiones, ni a la democracia.


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De la mermelada, ni hablar. Es sencillamente un cupo con el cual muchos senadores y representantes a la cámara llevan dinero a sus regiones, perpetuando la dependencia de su intermediación. No es un mecanismo virtuoso, aunque es antiguo como nuestra vida republicana. Cada puente, cada vía, cada obra que se cobra con dependencia, es un caramelo envenenado.

Recientemente, se presentó como escándalo algo que el propio implicado describió con naturalidad: más de 200 hojas de vida se recibieron en el Fondo Nacional del Ahorro (FNA), para ser contratadas como cuotas políticas. Nada nuevo bajo el sol. Así mismo 30 personas fueron despedidas para que las nuevas cuotas puedan ser contratadas. Por supuesto, siempre bajo modalidades o bien de empleo temporal, o bien de prestación de servicios. El presidente de esta entidad, el liberal Gilberto Rendón, justificó su estilo de contratación con una frase desafortunada: no es mermelada, es una participación burocrática natural en una democracia pluralista.

La afirmación no solo es falsa, sino que naturaliza el clientelismo haciéndolo ver como un mecanismo normal y democrático cuando es todo lo contrario: un sistema de distribución profundamente inequitativo y generador de incentivos perversos. En cierta forma, responsable de la profunda ineficiencia de nuestro Estado.

La realidad es que, por el contrario, en el mundo democrático quienes ganan gobiernan con su coalición únicamente en un nivel directivo y de alta política. La burocracia, la de todos los días, se escoge a través de concurso, garantizando estabilidad y memoria institucional. Con todas las críticas que puede tener el sistema meritocrático, ha demostrado ser mucho mejor que la cultura del recomendado.

Otro de los efectos de la cultura clientelar es que los funcionarios temen permanentemente perder su puesto, que por demás depende del nivel de la recomendación. Entre más cercano sea el político al nivel central, menos probable será ser despedido. Por tanto, el fuero interno de tantos contratistas y trabajadores temporales se debate entre garantizar que su político siempre gane elecciones y conservar su favor.


Si el país hiciera el cálculo de lo que cuesta la nómina política de los recomendados, se daría cuenta de que no necesariamente son los grandes contratos de obra pública y la mermelada lo que mantiene el mecanismo de la corrupción. Es mucho más complejo que eso.

Adicional a eso la cultura del recomendado crea un liderazgo tóxico, que está profundamente extendido. Cuando los políticos de turno –como el señor Gilberto Rondón– son nombrados, el 20% de su tiempo e interés lo dedican a hacer su trabajo, mientras que el 80% de sus recursos y energía se van en defender su agenda individual y sus intereses personales. En esto es igual un Armando Benedetti que un Francisco Barbosa. El servicio público no será jamás su prioridad.  

Hay más. Cada una de las personas que son nombradas deben un cierto agradecimiento a quien les abrió la puerta de la contratación pública. Esto último es un rasgo muy latinoamericano en el que se tejen desde las alianzas políticas hasta las redes de apoyo que cualquiera necesita para vivir. Pero hay una zona gris en la que el abuso de ese agradecimiento lleva al sistema político a perder la estatura moral. Me explico: el funcionario agradecido, no solo no puede decir que no, sino que se siente culpable de hacerlo.

El gobierno Petro no inventó este sistema. Sin embargo, está atrapado en una profunda disyuntiva. Los operadores políticos no esperan de él otra cosa que burocracia a cambio de sus votos, que hoy se cotizan al alza, con la premisa de que el gobierno no tiene capacidad de controlarlos.

Por otra parte, no ceder al chantaje del operador político puede llevar a que no se logre avanzar en ningún trámite legislativo. El único escenario virtuoso posible sería iniciar una especie de transición política en la que se le quite al Congreso el control del empleo público. Pero no estamos listos en Colombia para esa conversación.

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