Cicatrices de cemento
Santiago Quintero Pfeifer
Politólogo de la Universidad de los Andes, creador de contenido.
Las ciudades y los cuerpos humanos poseen varias similitudes en su compleja composición: tejidos, vías arteriales, estructuras base, sistemas de control, redes de comunicación y patrones de adaptación.
Bogotá, desde su improvisada concepción en el siglo XVI, nunca imaginó las huellas indelebles que le depararía su compleja y traumatizada historia. Sin ir muy lejos, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, con dos hachas artesanales, una tarde de 1915 salieron del anonimato para siempre al silenciar la voz del general y prospecto de presidente Rafael Uribe Uribe, en plena Plaza de Bolívar. No muy lejos de allí, en la avenida Jiménez con Séptima, Jorge Eliécer Gaitán cayó el 9 de abril de 1948 por causa de las balas provenientes de sectores que lo veían con prevención ante su inminente triunfo presidencial. A tan solo unas cuadras, el futuro Palacio de Justicia sería tomado de manera infame por guerrilleros del M-19 en 1985, en un hecho cuyas consecuencias prevalecen hasta nuestros días.
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Ni qué decir del oscuro capítulo de los magnicidios que sacudieron los tarjetones de Senado, Cámara y Presidencia a finales de los años ochenta, y que se llevaron a buena parte de las personas que generaban grandes expectativas en las calles de Bogotá. O de aquel día en que, a plena luz, saliendo de la Universidad Sergio Arboleda el 2 de noviembre de 1995, las balas silenciaron a Álvaro Gómez Hurtado ante la mirada pálida de una ciudad anestesiada por el miedo.
Podríamos seguir el recuento trasladándonos al antiguo Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), donde 500 kilogramos de dinamita estallaron una tarde de diciembre de 1989, por orden del Cartel de Medellín. El último intento de esta organización por sembrar el terror en Bogotá ocurrió en abril de 1993, con un carro bomba que explotó en la carrera 11 con calle 93.
Estos hechos no quedaron anclados en el siglo XX: también dejaron su impronta en el nuevo siglo. Ahí está la funesta noche del 7 de febrero de 2003, cuando las extintas FARC, en un ataque salvaje contra las instalaciones del Club El Nogal, cobraron la vida de decenas de civiles. Se suman a ello la bomba instalada en 2009 frente al antiguo Blockbuster de la carrera 9 con calle 82, y el atentado de 2010, a unas cuadras de allí, contra las instalaciones de Caracol Radio. Más recientemente, Bogotá volvió a estremecerse con hechos como el atentado en el centro comercial Andino o el ataque contra la Escuela de Cadetes General Santander.
Y qué decir del nefasto paso de la guerra por la localidad de Sumapaz, donde las marcas aún siguen presentes en la memoria de quienes habitan esta impresionante región, escenario de hechos violentos de una escala temible.
Todo este recuento superficial —que deja fuera cientos de eventos— nos recuerda que hechos que fueron visibles en nuestras calles y barrios siguen en la memoria de miles de personas, a menos que el olvido —una de las peores anestesias que padecen las sociedades y los sistemas— termine llevándose por delante la historia médica de Bogotá llena de cicatrices de cemento.