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Darwin y el mito

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Guillermo Guevara Pardo

Licenciado en Ciencias de la Educación (especialidad biología) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, odontólogo de la Universidad Nacional de Colombia y divulgador científico.

La ciencia enfrenta continuamente los retos que le plantea la naturaleza. A veces surgen fenómenos que no se explican adecuadamente con las teorías vigentes y entonces se proponen hipótesis novedosas; en otras ocasiones, un experimento comprueba la validez de una predicción y la teoría se refuerza, se hace más profunda. Son muchos los ejemplos que demuestran que por ese camino se logra el avance científico.

Esa característica de la ciencia no la tienen otras formas que intentan explicar el mundo, como el mito. La explicación mitológica, a diferencia de la científica, es dogmática, inflexible y se cree en ella por una cuestión de fe; no puede someterse al escrutinio experimental u observacional, no se autocorrige pues se desvirtuaría y nada en la naturaleza la respalda. 

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La narración mítica puede tener gran belleza literaria (para los khoisan al principio no había estrellas y el cielo era negro, pero una niña que quería visitar a unas personas lanzó hacia el cielo las brasas de un fuego para iluminar el camino y creó la Vía Láctea) pero es falsa cuando se contrasta con los hechos del mundo. A pesar de todo, en el mito anida la semilla de la curiosidad, base fundamental para el desarrollo del conocimiento científico.

Muchos mitos han sobrevivido durante siglos, como el de Prometeo, gracias a su poder simbólico y poético. Su persistencia radica en las enseñanzas éticas y morales deducidas de la conducta del Titán y ha alimentado la imaginación de artistas, literatos y filósofos de distintas épocas. 

Prometeo participó en la violenta lucha que enfrentó a los Titanes con los dioses olímpicos por dominar el cosmos, poniéndose del lado de Zeus. Es común que los científicos en sus obras de divulgación recurran a los mitos como analogías para explicar, por ejemplo, los turbulentos fenómenos que ocurrieron entre partículas y antipartículas en los primerísimos segundos de existencia del universo, pero ni por asomo concluyen que la explicación mítica es tan válida como la científica. 

Todas las culturas se han preguntado por el origen de la humanidad elaborando mitos que recurren al poder creador de una deidad: en la cultura boshongo, del Congo, el gran dios Bumba, tras un intenso dolor de estómago vomitó el Sol, las estrellas, algunos animales y finalmente al hombre. Pero la ciencia de la evolución narra una historia distinta, más elaborada. 

Para darle cuerpo a esa historia los investigadores desentierran fósiles, elaboran hipótesis, debaten, extraen moléculas antiguas para secuenciarlas y compararlas con las de ahora, publican artículos donde proponen una historia que refleja el camino de la evolución del hombre. La narración no es definitiva, es más compleja, imaginativa y poderosa que la del mito boshongo, la adánica del judeocristianismo o cualquier otra.

En El origen de las especies (1859) Charles Darwin no planteó ninguna tesis sobre el origen de la humanidad. Solamente en las páginas finales sentenció que el mecanismo de la selección natural «proyectará mucha luz sobre el origen del hombre y sobre su historia».

Pero en El origen del hombre y la selección en relación al sexo (1871) el científico inglés hipotetizó: «Es probable que África estuviera antiguamente habitada por monos extintos más estrechamente relacionados con el gorila y el chimpancé; como estas dos especies son ahora las más afines con el hombre, es un poco más probable que nuestros primeros progenitores vivieran en el continente africano que en otros lugares».

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La idea darwiniana de un ancestro africano común a humanos y simios que existió hace millones de años se volvió paradigmática. Pero como la ciencia no es un mito, la tesis de Darwin tambalea hoy frente a los fósiles encontrados en distintos sitios de Europa. Cada vez gana más terreno la idea de que los antepasados de los homínidos (los primates sin cola) evolucionaron en Europa y que desde allí migraron a África hace unos siete a nueve millones de años.

Investigadores de las Universidades de Toronto y de Ankara encontraron un fósil (Anadoluvius turkae) de 8,7 millones de años de antigüedad desenterrado en 2015 en Turquía, que pudo tener el tamaño de un chimpancé macho y que hace parte de la rama evolutiva que dio origen a gorilas, chimpancés, bonobos y los ancestros fósiles de los humanos.

A. turkae vivió en un ambiente de bosque seco y probablemente pasaba bastante tiempo en el suelo; es muy probable que su andar fuera bípedo, característica que se había desarrollado ya unos 3 millones de años antes en la jungla europea. 

En Grecia y Bulgaria se han encontrado otros fósiles que refuerzan la tesis de que nuestros ancestros más antiguos son de estirpe europea. Los científicos reconocen que el fósil turco no es una prueba definitiva y que urge encontrar más restos en Europa y África.

Si la nueva tesis se comprueba, la comprensión de la evolución humana será más clara y se enriquecerá en la medida que nuevos fósiles vayan apareciendo. La mutabilidad teórica es posible en el ámbito de la ciencia pues en el del mito, dadas sus características, es imposible que ocurra. 

La narración mítica no es capaz de explicar la importancia del fósil de Turquía. ¡La ciencia sí lo hace!  

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