Más de la mitad de los colombianos trabaja en la informalidad y sin garantías: mujeres negras e indígenas son las más afectadas
Las cifras recientes publicadas por el DANE (Gran Encuesta Integrada de Hogares, GEIH) muestran un panorama preocupante que refleja no solo los retos económicos inmediatos, sino también las heridas históricas que aún marcan la estructura productiva y social del país.
Colombia se encuentra en un punto de inflexión social y económico. Mientras el país debate reformas estructurales y busca recuperar el crecimiento tras los efectos combinados de la pandemia, la inflación y la desaceleración global, el mercado laboral sigue siendo el espejo más nítido de las desigualdades estructurales que atraviesan la nación.
Informalidad laboral, la trampa que sigue ampliando la brecha social
Con una tasa de informalidad nacional de 55,9% entre marzo y mayo de 2025, Colombia confirma que la mayoría de su población ocupada sigue sin acceso a seguridad social, pensiones o derechos laborales básicos. Este fenómeno no es nuevo, pero se ha convertido en un círculo vicioso; la informalidad alimenta la pobreza y la exclusión social, y a su vez la falta de oportunidades formales empuja a más personas a la economía informal.
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El mapa de la informalidad en Colombia también refleja una profunda concentración de oportunidades. Mientras en Sincelejo (68,6%), Riohacha (64,0%) y Valledupar (63,6%) más de seis de cada diez personas trabajan sin garantías laborales, en ciudades como Bogotá (36,6%) y Medellín (37,5%) la situación es mucho menos crítica.
Estas diferencias evidencian cómo la inversión pública y privada, la infraestructura productiva y el empleo formal siguen concentrados en las grandes ciudades, dejando a las regiones intermedias y periféricas en condiciones de rezago estructural.

La juventud, atrapada entre el desempleo y la precariedad
El caso de los jóvenes resulta particularmente alarmante. Aunque la tasa de desempleo juvenil bajó de 17,9% en mayo de 2023 a 15,7% en mayo de 2024 la disminución en la participación laboral (TGP) indica que no necesariamente hay más empleos de calidad, sino que muchos jóvenes simplemente han dejado de buscar trabajo, desmotivados por la falta de oportunidades reales.
La tasa de ocupación juvenil apenas llega al 45,9%, lo que refleja un mercado laboral incapaz de absorber a la nueva generación y ofrecerle empleos dignos y estables. Esta situación no solo posterga su independencia económica y dificulta el acceso a vivienda, sino que también los aleja de la seguridad social y reduce su capacidad de ahorro para pensión. En términos macroeconómicos, esto significa una generación subutilizada, que limita el crecimiento potencial del país y agrava la sostenibilidad futura del sistema pensional.

Mujeres y poblaciones étnicas: exclusión histórica que persiste
Las brechas de género y étnico-raciales evidencian la deuda histórica más grande del mercado laboral colombiano. Mientras la participación laboral de los hombres negros y afrodescendientes alcanza el 77,4%, la de las mujeres del mismo grupo apenas llega al 52,4%. Entre los pueblos indígenas, la participación masculina es del 77,3% y la femenina apenas alcanza el 56,2%.
Estas diferencias no son solo cifras: detrás hay un entramado profundo de violencias económicas y simbólicas. Las mujeres racializadas —especialmente negras e indígenas— cargan con la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, lo que reduce drásticamente su tiempo y posibilidades de insertarse en el mercado laboral formal. Esta sobrecarga de tareas invisibles mantiene a muchas en una situación de dependencia económica y perpetúa la desigualdad.
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Además, un alto porcentaje de estas mujeres termina vinculado al sector de servicios domésticos, una de las ramas más precarizadas de la economía colombiana. Según el DANE (2023), alrededor del 95 % de las trabajadoras domésticas son mujeres, y dentro de este grupo predominan las mujeres racializadas. Se trata de un empleo de bajo valor agregado, con bajos ingresos, sin garantías de protección social ni acceso a derechos básicos como vacaciones o pensión.
La situación se agrava en regiones donde la pobreza y la violencia son más profundas. Datos recientes muestran que el índice de pobreza multidimensional alcanza el 68% en La Guajira y el 51% en Chocó, departamentos con alta concentración de población afrodescendiente e indígena.
A esto se suma la violencia, pues muchas mujeres racializadas viven en zonas rurales y periféricas donde el conflicto armado, el despojo territorial y las economías ilícitas limitan aún más sus opciones económicas.
Estas exclusiones estructurales tienen consecuencias directas, ingresos significativamente más bajos, mayor exposición a la pobreza, y menor posibilidad de acumular ahorros o cotizar para una pensión digna. En el fondo, hablamos de una vulnerabilidad que se hereda y que sigue alimentando un ciclo intergeneracional de desigualdad.

Un reflejo de la fragilidad estructural de la oportunidades laborales
Las cifras publicadas no son una simple radiografía técnica; son el reflejo de un modelo económico que ha favorecido históricamente la concentración de riqueza, la precarización del trabajo y la desigualdad territorial.
A pesar de los esfuerzos recientes por impulsar políticas de inclusión, como programas de transferencias monetarias o subsidios al empleo joven, el país sigue sin resolver la raíz del problema, un modelo económico sin política productiva con baja diversificación, que no genera empleos formales suficientes ni distribuye equitativamente la poca riqueza que genera.
El alto nivel de informalidad, las barreras para mujeres y jóvenes, y la desigualdad territorial no solo reducen la calidad de vida inmediata, sino que también afectan la sostenibilidad fiscal del país. Con más de la mitad de la población fuera de la formalidad, las finanzas públicas se ven comprometidas, menos aportes a salud y pensiones, y mayor demanda de subsidios y apoyos sociales.
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