No por mucho madrugar

Victoria E. González M.
Comunicadora social y periodista de la Universidad Externado de Colombia y PhD en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de la ciudad de Buenos Aires. Decana de la Facultad de Comunicación Social – Periodismo.
Si les creyéramos a los ranking que cada día aparecen en medios y redes todos los días, seríamos un país excepcional. El país en donde vive la gente más feliz; el que más madruga —según una publicación en la cuenta de Twitter de World of Statistics—, el que ostenta el “honroso” primer puesto, junto con México, según la Ocde, de tener la mayor cantidad de horas laborales por semana —cerca de 48 horas— a pesar de las cuarenta horas propuestas en 1935 por la Organización Mundial del Trabajo.
Por ahora parece que ya nos destronaron del primer lugar entre los más felices; quizá tiene que ver con la inflación, con el cambio de gobierno, con las inclemencias del clima, vaya uno a saber. Pero eso de ser los más madrugadores del mundo, que probablemente esté relacionado con las benditas 48 horas semanales, sí que va a estar difícil de superar.
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Madrugar para el colombiano es un motivo de orgullo, una forma de cumplir con devoción los preceptos de un dios cuyos principales promotores nos cuentan con insistencia que ayuda a los que inician el día al despuntar el alba. Pero no solo es un motivo de orgullo, más bien se ha convertido en una necesidad apremiante.
En ciudades como Bogotá los niños deben madrugar porque, contrario a la lógica de cualquier ciudad normal del mundo, no estudian en colegios cerca de sus casas sino en los suburbios y para eso deben atravesar la ciudad durante dos o hasta tres horas dos veces al día.
Los más pobres deben madrugar para poder preparar los alimentos que deben llevar a sus trabajos, preparar a sus hijos para la jornada, asear sus casas y salir a esperar durante mucho tiempo un pésimo transporte que, finalmente, los conducirá en un larguísimo viaje a su puesto de trabajo.
Los ejecutivos también madrugan. A hacer ejercicio en los gimnasios para mantenerse en forma, o a llegar en medio de los trancones a sus pomposas oficinas para asistir a largas e inútiles reuniones que, en la mayor parte de los casos, no conducen a nada ni resuelven nada.
En pueblos y campos, la gente madruga para conseguir agua, para pescar, para alimentar los animales, para sembrar o para recoger las cosechas.
Todos madrugamos, todos vemos la salida del sol cada día esperando nuestra recompensa. Todos saltamos a las tres, cuatro o cinco de la mañana y nos ufanamos de ello con nuestros amigos, vecinos, estudiantes, colegas y subalternos.
Y al final ¿qué? Nada. Muy simple, a pesar de tanto esfuerzo y tan poco sueño, resulta que las estadísticas, esas mismas que nos dan los primeros lugares, nos dicen burlonas y desconcertadas que los colombianos también estamos en los primeros lugares entre los países menos productivos.
Entonces ¿qué estamos haciendo mal? ¿Dormir poco? ¿Vivir en medio de un caos con el cual tácitamente estamos de acuerdo y al cual contribuimos a diario? ¿Desconocer por completo el concepto de planificación? ¿Repetir y repetir procesos inútiles con los mismos resultados adversos? Quizá todo lo anterior, quizá mucho más que eso. Por eso probablemente seguiremos en los primeros lugares de los ranking y, por supuesto, también en los últimos.
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