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viernes, 26 de septiembre de 2025
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UNICEF, la OIT y la incómoda verdad sobre el trabajo infantil

Fernando Morales De la Cruz, Columnista, Más Colombia

Fernando Morales-de la Cruz

Diez años después de que la ONU prometiera eliminar el trabajo infantil para 2025, las propias instituciones encargadas de proteger a la infancia están fracasando —y protegiendo a sus financiadores en su lugar.

Con motivo del Día Mundial contra el Trabajo Infantil, el 12 de junio, UNICEF y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) anunciaron conjuntamente que el número de niños en situación de trabajo infantil se ha reducido a 138 millones. Esta cifra, sin embargo, no solo es engañosa: minimiza peligrosamente la magnitud de una de las crisis de derechos humanos más brutales del mundo.


En realidad, el número de niños y niñas que trabajan hoy en día se acerca a los 400 millones. Esta estimación está respaldada por investigaciones de Lichand y Wolf, académicos de las universidades de Zúrich y Pensilvania. UNICEF y la OIT no contabilizan a decenas de millones de menores trabajadores en Asia, África y América Latina, ni a los que trabajan en Estados Unidos o en la Unión Europea.

¿Por qué las principales organizaciones mundiales en materia de infancia y trabajo reportan sistemáticamente cifras inferiores a la realidad? Una de las razones puede encontrarse en quién las financia. Tanto UNICEF como la OIT están financiadas parcialmente por corporaciones —algunas de las cuales se benefician directa o indirectamente de la explotación del trabajo infantil. Ese conflicto de interés tiene graves consecuencias para su credibilidad y eficacia.

Durante las últimas dos décadas he estado en Davos durante el Foro Económico Mundial (WEF) en quince ocasiones. Allí he visto cómo UNICEF, la OIT y muchas ONG recaudan decenas de millones de dólares de empresas que dependen del trabajo infantil para reducir costos y maximizar ganancias. Estas mismas organizaciones rara vez —o nunca— critican los modelos de negocio explotadores de las corporaciones de las que buscan financiación.

Se estima que 75 millones de niños trabajan en las cadenas de suministro de casi 1,000 empresas afiliadas al WEF. Estas compañías afirman desde hace años estar “comprometidas con mejorar el estado del mundo”. Sin embargo, en todas mis visitas a Davos nunca he visto a UNICEF ni a la OIT condenar públicamente a estas empresas por explotar a niños o por operar con modelos de negocio que contradicen directamente los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Van a Davos a recaudar fondos, no a confrontar al poder.

Aún más alarmante es la inacción dentro de sus propias instituciones. A una década del compromiso de la Asamblea General de la ONU de eliminar el trabajo infantil y el trabajo forzoso para 2025, ni UNICEF ni la OIT han logrado erradicar estas prácticas siquiera de las cadenas de suministro del café, té y chocolate que consumen en sus oficinas, ni en la mayoría de sus propios contratos de suministro. ¿Por qué? Porque hacerlo pondría en riesgo su relación con donantes corporativos poderosos.


Su silencio también alcanza a países influyentes. Tomemos como ejemplo a Noruega. A través de su fondo soberano —el mayor del mundo, con 1,8 billones de dólares en activos— Noruega posee acciones en casi 9.000 empresas. Cientos de estas empresas utilizan trabajo infantil o forzado. Sin embargo, UNICEF y la OIT nunca han criticado públicamente a Noruega por beneficiarse de esta explotación. Al contrario, siguen elogiándola, ya que también es uno de los principales financiadores del sistema de Naciones Unidas.

Mientras tanto, los medios de comunicación de todo el mundo repiten sistemáticamente las estadísticas maquilladas que estas instituciones publican sin ningún cuestionamiento. El 11 y 12 de junio, medios en todos los continentes repitieron como eco los comunicados de UNICEF y la OIT, sin siquiera mencionar las discrepancias señaladas por investigadores independientes. Eso no es periodismo. Es propaganda disfrazada de información.

Hoy, demasiados periodistas se han convertido en amplificadores pasivos de los discursos oficiales. Pero su función debería ser la de exigir cuentas al poder, no actuar como taquígrafos de instituciones que se han acostumbrado a la complicidad.

Si hablamos en serio sobre poner fin al trabajo infantil, debemos empezar por decir la verdad —y por exigir que quienes tienen el mandato de proteger a la infancia realmente lo hagan. Eso significa enfrentar no solo a las corporaciones que se benefician de la explotación, sino también a las organizaciones internacionales, las ONG, y a todos los periodistas que han decidido mirar hacia otro lado.

El trabajo infantil no terminará con informes brillantes ni con cumbres en Davos o en la ONU. Solo terminará cuando instituciones como UNICEF y la OIT —y también todas las ONG en este ámbito— se vean obligadas a elegir entre proteger a los niños o proteger a sus donantes.

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