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jueves, 22 de mayo de 2025
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La indiamenta

Victoria E. González M., Columnista, Más Colombia

Victoria E. González M.

Comunicadora social y periodista de la Universidad Externado de Colombia y PhD en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de la ciudad de Buenos Aires. Decana de la Facultad de Comunicación Social – Periodismo.

Cobrizo, indio, mulato, negro, zambo, son muchos los adjetivos que se han usado a lo largo de la historia de este país, todos ellos referidos al color de la piel, para describir a las personas. Esa multitud de colores que nos caracteriza como nación, la mayoría de las veces ha sido usada como insulto y como acto discriminatorio.

Las palabras indio y negro, se han empleado durante muchos años no solo para describir el color de piel, sino, principalmente, para identificar al maleante, al mal vestido, al ordinario, al ignorante.


Podríamos decir entonces que esas palabras han venido mutando para definir no solo la característica física, sino, principalmente, la condición social, el barrio de origen, el nombre, el apellido. “Un indio se me acercó para robarme”; “un negro se coló en la fiesta”; “el tipo es un indiazo”. O sea, un desclasado que osó ocupar un espacio que no le pertenecía, que pretendió compartir el mismo sitio que el blanco, invadir su hábitat como si fueran iguales en lugar de irse para su barrio pobre.

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Cómo olvidar en este punto un memorable párrafo del libro La Bruja de Germán Castro Caycedo en el cual el autor colombiano, en voz de la protagonista, Amanda, explica:  

“Desde luego, en Fredonia había blancos y había negros y nadie se podía plantar en el centro. Ahí, amigo, no cabía un mestizo, ni mucho menos un zambo ¿oiga? Ahí o se era principal o se era negro”.

Los principales, entonces, son los descendientes directos de Europa, los rubios, los blancos de ancestro noble que se mantuvieron puros, los que tiene apellidos impronunciables, los que no se mezclaron con nadie y protegieron su raza.  


Con eso vivimos y con eso seguimos viviendo. Con la felicitación a la madre del niño o niña recién nacidos porque “le salió blanquito”. Con la idea inamovible de que hay lugares exclusivos para el blanco de piel, de credo y de pensamiento. Refugios inexpugnables en los cual puedan estar protegidos de la mesticidad, de la negrura, de la indiamenta contaminante.  

Con eso vivimos y seguimos viviendo en un país mestizo, en un continente invadido que dio paso a un crisol de colores que nos hizo únicos, diferentes e irrepetibles en el que, paradójicamente, muchos están convencidos de que el color de la piel, la membresía del club, el barrio en donde vive y la marca del automóvil los hace superiores.