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lunes, 10 de febrero de 2025
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La forma del terror en la Tatacoa

Guillermo Guevara Pardo, Columnista, Guillermo Guevara

Guillermo Guevara Pardo

Licenciado en Ciencias de la Educación (especialidad biología) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, odontólogo de la Universidad Nacional de Colombia y divulgador científico.

Es todo un deleite contemplar la pequeña figura de un colibrí aleteando con rapidez, suspendido en el aire libando el néctar de una flor; impresiona la elegancia de su iridiscente plumaje. Un seguidor de Platón diría que el animalito es el reflejo material de la idea de belleza. 

El ancestro común de los colibríes, se estima, vivió hace unos 20 millones de años en América del Sur, que era una isla moviéndose para unirse a su par norteña. En esos tiempos antediluvianos vivían también en Sudamérica otros pájaros que no tenían la elegante delicadeza del colibrí: eran las llamadas aves del terror, que existieron desde hace unos 60 millones de años hasta hace tan solo 12.000 años, cuando posiblemente ya habían arribado al continente americano los humanos modernos.


Los representantes más grandes de estas extrañas aves eran depredadores extraordinarios, que no tenían quién los cazara; se situaban en la cumbre de la pirámide alimenticia, fueron superdepredadores. Estos descendientes de los dinosaurios podían medir hasta tres metros de altura.

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Con la formación del istmo de Panamá algunas de ellas pasaron a América del Norte, convirtiéndose en los únicos depredadores de gran tamaño de origen suramericano que emigraron hacia el norte, durante el intercambio faunístico que se hizo a través del puente terrestre que unió las dos Américas.

La selección natural darwiniana diseñó las aves del terror con los caracteres biomecánicos y conductuales que les permitieron funcionar como cazadores de presas relativamente grandes: corrían con rapidez (como lo hacen los avestruces actuales), poseían picos grandes de bordes afilados, cuellos fuertes, poderosas garras en las patas y podían tener un peso corporal de hasta 70 kilogramos. Patas y picos eran sus armas fundamentales para abatir las presas que les servían de alimento.

Los fósiles de tales plumíferos se han encontrado principalmente en Argentina y Uruguay. Por eso sorprendió el hallazgo de un hueso fosilizado de la pata de uno de ellos en el desierto de la Tatacoa, en el departamento del Huila, con una antigüedad estimada de 12 millones de años.

Un campesino de la región, César Perdomo, fue quien encontró hace unos 20 años el fragmento fósil del ave que llevó el terror a la Tatacoa. El hueso estuvo guardado en los anaqueles del museo La Tormenta que don César fundó en el municipio de Villavieja, con los fósiles que juiciosamente recoge desde hace 40 años.


Tatacoa, Más Colombia
Paisaje contemporáneo del desierto de Tatacoa.

El museo no solo es visitado por turistas, sino también por científicos colombianos y extranjeros; en alguna ocasión el señor Perdomo le mostró el enigmático hueso a un paleontólogo peruano quien, al notar que no era de mamífero ni de reptil, supuso, por el tamaño, que debió pertenecer a un ave del terror. 

Científicos de las Universidades Johns Hopkins, los Andes, la Pedagógica Nacional y un argentino, Doctor en Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata, confirmaron la sospecha del investigador inca. Por el tamaño del hueso se piensa que el animal tenía en vida una altura superior a los tres metros y parece que no pertenece a ninguna de las especies que de estos animales se han identificado hasta ahora.

Por los tiempos en los que el ave existió, la Tatacoa era un ecosistema muy diferente del actual. La región estaba cubierta por lo que los expertos llaman un bosque húmedo neotropical, como el Amazonas, con ríos caudalosos, fauna y flora abundantes y espacios abiertos de pastizales por donde corrían cazando las aves del terror. 

Se cree que el espécimen murió a consecuencia de las heridas que le produjo el mordisco que le propinó un caimán de gran tamaño en la pata. Gracias a la persistencia, curiosidad y amor por los fósiles, don César permitió que la ciencia colombiana hiciera un aporte significativo a la paleontología mundial. 

Si los gobiernos de este país tuvieran como política real y no como discurso electorero el desarrollo científico nacional, los colombianos tendrían la posibilidad de hacer más aportes en las distintas ramas de las ciencias naturales y sociales.