De mecha corta
Victoria E. González M.
Comunicadora social y periodista de la Universidad Externado de Colombia y PhD en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de la ciudad de Buenos Aires. Decana de la Facultad de Comunicación Social – Periodismo.
De los muchos recuerdos que nos deja la Copa América, el menos agradable de todos es, quizá, la expulsión de Daniel Muñoz en el partido de Colombia frente a Uruguay. A muchos les sorprendió el codazo que le propinó al centrocampista Ugarte, tras recibir un pellizco disimulado del jugador uruguayo. Incluso varios lo calificaron de “infantil”. Probablemente los mismos que criticaron a Muñoz y que se sorprendieron de su falta de templanza en un momento en el que la cabeza fría era fundamental, son esos que ante el menor contratiempo, se “salen de los chiros” como decimos coloquialmente los colombianos. Porque la ira, la respuesta airada y sin pensar, infortunadamente se han vuelto una reacción cotidiana. En el transporte público, en las oficinas de atención al cliente, en los aeropuertos, en las escuelas o en los lugares de trabajo, cada día se conocen más casos de intolerancia, que incluso llegan a extremos criminales que traen como consecuencias víctimas fatales.
La ira y la respuesta violenta se produce por múltiples factores, fundamentalmente porque las personas sienten amenazas a su ego y a su autoestima. Las personas más propensas a tener este tipo de reacciones son aquellas que se sienten vulnerables o tiene disminuida su seguridad y autovaloración. Sumado a esto, el ambiente en el que se desarrolla una persona también contribuye a que este tipo de respuestas sean comunes. En nuestro caso, por ejemplo, pertenecemos a un cultura en la que prolifera la desconfianza frente al otro. Si alguien me llama la atención de manera sensata, siento que la persona me humilla y, por eso, debo ganarle la partida con gritos, insultos y golpes. El que más grita, el que más amenaza, el que más manotea, ese es el ganador. Desde niños oímos a muchos padres el famoso “no se deje” o, peor aún el “si se deja pegar, le pego por dejarse”. Eso nos hizo construir una cultura intolerante y revanchista que reivindica el “qué hago si yo soy así”, “al que no le guste, de malas” o, simplemente “el que responde con grosería sí que es una persona de carácter”
Si no tenemos poder, la fuerza terminará por dárnoslo. Si tenemos poder, la manera de demostrarlo será el insulto y la humillación ¿Cuántos empleados abandonaron un trabajo que les permitía satisfacer sus necesidades vitales por culpa de un jefe iracundo que los maltrataba para confirmarse a sí mismo que tenía poder? ¿Cuántas familias se dividieron por comentarios desatinados cuya respuesta fue un puñetazo o una grosería? Hay que trabajar en sí mismo cada día. Enfriar la cabeza; poner a la razón y a la emoción en los lugares que verdaderamente les corresponden; ponerse en el lugar del otro; respirar antes de reaccionar de manera desmedida y, finalmente, pensar que un segundo de descontrol puede traer consecuencias para toda la vida.