El padre y una breve elucubración filosófica sobre la mente

Guillermo Guevara Pardo
Profesor de biología vinculado a la Secretaría de Educación del Distrito, IED La Amistad, Bogotá.
Anthony Hopkins es un gran actor. Por su notable papel en El padre ganó el Oscar del año 2021. El filme pone en escena la historia de un hombre de edad avanzada (Anthony) que va perdiendo contacto con la realidad ante el avance del mal de Alzheimer. Anthony no entiende qué le está sucediendo, la memoria le falla, olvida que es ingeniero y se cree bailarín, crea situaciones irreales, se desorienta.
La hija (Anne) sufre viendo cómo su padre decae sin que ella pueda hacer nada y termina internándolo en un asilo. La extraordinaria calidad histriónica de Hopkins no deja de impactar al espectador, obligándolo a preguntarse: ¿podría ser ese también mi triste destino?
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La película remite a la sensación diaria que tenemos de nuestra propia existencia: cuando tomamos algo con la mano sabemos que con ella estamos manipulando un objeto; nuestros recuerdos, temores y sueños no son los de otros; al despertar no nos preguntamos quiénes somos.
La permanente sensación de identidad corporal surge de la actividad de distintas regiones cerebrales en interacción continua con la realidad externa, a través de los órganos de los sentidos.
La mente es el producto más elaborado del cerebro. Aunque no hay claridad total sobre su origen, no es necesario invocar la existencia de un ente inmaterial para explicar los comportamientos y fenómenos mentales. En siglos pasados el tema fue abordado por filósofos de distintas corrientes que adelantaron tesis sobre su naturaleza y origen.
René Descartes planteó la separación de cuerpo y mente, concepción que dejó plasmada en la famosa premisa «pienso, luego existo». En la cuarta parte del Discurso sostiene que «este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo». A pesar de la tajante dualidad, aclara que «para pensar es preciso ser». Creía que el alma estaba situada en la glándula pineal, una pequeña estructura en el interior del cerebro.
Para el dualismo cartesiano somos seres esencialmente espirituales y solo de manera contingente seres corporales. Esto significa que se puede dudar de la existencia del cuerpo, pero no de la de la mente; para un ser humano la existencia del cuerpo no es algo esencial. Cuando Descartes se pregunta «¿qué clase de cosa soy?», responde sin dudarlo: «una cosa que piensa».
La separación absoluta entre el ser y el pensar es lo que el neurobiólogo portugués Antonio Damasio califica como el error de Descartes, pues «el pienso, luego existo» implica «pensar, y la conciencia de pensar, son los sustratos reales del ser». Primero fue el ser y más tarde el pensar: «Somos, y después pensamos, y solo pensamos en la medida que somos, puesto que el pensamiento está en realidad causado por las estructuras y las operaciones del ser», acota Damasio.
La mente surge de la interacción entre la unidad cuerpo-cerebro con el medio ambiente. Sin cuerpo, la mente no existe; cerebro y cuerpo se relacionan por circuitos neuronales con la participación de ciertas moléculas, llamadas neurotransmisores: «los fenómenos mentales solo pueden comprenderse cabalmente en el contexto de la interacción de un organismo con su ambiente», puntualiza el neurobiólogo lusitano. La razón por la cual el pensamiento, la conciencia, los sueños nos resultan tan extraños radica en que parecen generarse sin relación alguna con el mundo externo.
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El cerebro tiene una larga historia de evolución cuyos orígenes se hunden en los eones que han transcurrido desde el origen de la vida. Los primeros sistemas nerviosos surgieron para procesar información hace miles de millones de años en animales como la hidra.
La interacción dialéctica entre ambiente y organismos con movimiento autónomo condujo al proceso de encefalización y a la formación de los primeros cerebros. Millones de años después, en el género Homo, se incrementó el tamaño cerebral para poder procesar información cada vez más compleja.
En la evolución del encéfalo humano las interacciones sociales generaron presiones selectivas que favorecieron a los que mejor se desempeñaran en los grupos sociales, permitiéndoles tener un mayor dominio del medio ambiente, encontrar fuentes de alimento, refugio, materiales para construir herramientas, etcétera.
En homininos tan antiguos como Ardipithecus y Australopithecus el tamaño del cerebro era semejante al de los chimpancés, pero el de los Homo estuvo sometido a presiones de selección más complejas que terminaron modificando algunas relaciones anatómicas de sus constituyentes y aumentando el tamaño.
Tales cambios permitieron que surgieran individuos con mayores habilidades técnicas para construir herramientas, más talentosos para buscar fuentes de alimento vegetal y animal, con comportamientos más cooperativos. Todas estas cualidades favorecieron la supervivencia de los humanos en la sabana africana, un ambiente plagado de peligros que no era nada amable para nuestros ancestros.
Damasio defiende que «mucho antes del alba de la humanidad, los seres eran seres. En algún punto de la evolución, comenzó una consciencia elemental. Con esta consciencia elemental vino una mente simple; con una mayor complejidad de la mente apareció la posibilidad de pensar y, aún más tarde, de utilizar el lenguaje para comunicar y organizar mejor el pensamiento».
La construcción de herramientas de piedra cada vez más elaboradas tuvo que haber favorecido la complejización de la mente: cuando los individuos más hábiles en la tarea de percutir una piedra contra otra, en sus mentes ya estaba la imagen del objeto que querían construir y con sus manos la imponían a la roca. Igual haría millones de años después Miguel Ángel con el bloque de mármol de Carrara para tallar la grandiosa Pietá.