La vida por unos plátanos
Óscar Gutiérrez
Director ejecutivo de Dignidad Agropecuaria Colombiana. ogutier51@gmail.com
Acostumbraba terminar de trabajar poco después de la media tarde para disponer de unas horas y atender las tareas y obligaciones que se derivaban de sus compromisos con varias organizaciones sociales y con sus actividades de concejal.
En los días que sesionaba el Concejo Municipal tenía que apartarse de sus actividades normales para cumplir con sus obligaciones políticas. Ese día, como muchos otros, se dirigió a su casa para revisar la agenda. Al poco tiempo de llegar a su vivienda, se hizo presente Sergio Andrés, el hijo mayor de don Bernardo Salazar.
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—Hola Sergio, ¿cómo está? Cuente, qué lo trae por estos lares.
La voz del muchacho casi no sale de su garganta. Con mucha dificultad expresó que tenían una tragedia en la familia. Sin pensarlo dos veces, se encaminó con el muchacho, a la velocidad que su andar le permitía, al barrio en el que moraba Sergio con su familia.
Fueron unos pasos rápidos pero acongojados por lo que le iba contando el apreciado hijo de Bernardo. Atravesaron el pueblo hasta las empinadas escaleras que bajaban hasta el caserío donde estaba, Marta, la señora de Bernardo y sus otros dos hijos.
Apenas la vio, con un afán desconocido en él, le preguntó:
—¿Qué pasó? ¿Qué se sabe? ¿Cómo fue que lo encontraron? ¿Cuántos días hace que había desaparecido?
Y Marta, con su figura menudita, su porte bajito, su piel color canela, su voz entrecortada y su rostro adolorido, le fue contando:
—salió antier, después de medio día, se puso el machete al cinto y se encaminó por la vía por donde corría el tren años atrás. Lo vi hasta que tomó la curva que queda antes del túnel y desde ese mismo instante no volví a saber nada de él.
Fue muy extraño. Él nunca se queda por fuera de la casa, a no ser que se vaya a coger café a una finca donde el transporte sea muy caro, no lo haya o quede muy lejos. Pero no estamos en tiempo de cosecha. No hay café para recoger y lo que me dijo fue que se iba a conseguir unos racimos de plátano, para poder comprar algo de mercado el sábado.
Esa semana, Bernardo no había tenido trabajo y la familia no contaba con ahorros de ningún tipo.
—No me dijo nada más y se fue. Yo creo que se fue solo. Seguro tenía cómo cortar unos racimos y echarlos al carro de turno que pasa por la tarde, casi noche. Sin embargo, el carro de línea pasó, él no se bajó y tampoco lo vi. Me dije que seguramente había decidido seguir hasta la galería (como se le dice a la plaza mercado en el Eje Cafetero) a ver si podía vender los tres o cuatro racimos que trajera y entonces decidí esperar a que volviera.
Pero pasaron los minutos y las horas y no volvió. Entonces, les dije a los muchachos que averiguaran donde los vecinos si alguno lo había visto o si sabían algo de él. Pero nadie dio razón, nadie sabía nada de él y nadie lo había visto.
De nuevo empecé a preocuparme, pero me dije, seguro tuvo algún problema y no alcanzó a coger el jeep de turno. Si se fue cerca de donde vive el compadre Erminsul, seguramente decidió quedarse, aunque vuelvo y le insisto, él nunca se queda por fuera, estando cerca de la casa.
En estas y las otras se fue haciendo tarde y con los muchachos decidimos acostarnos para madrugar a buscarlo o que el mayorcito, Sergio Andrés, se fuera a ver si lograba saber dónde estaba o qué le había pasado. Y así fue. Pero, siendo ya casi el mediodía, Sergio volvió sin razón del paradero de su papá y sin que nadie le hubiera conversado de él.
Ahí sí la preocupación que me cogió fue mayor, y entonces les pedí a varios vecinos que si me colaboraban para ir a buscarlo. Como él es tan colaborador con las cosas de la comunidad, ahí mismo varios se ofrecieron y acordaron salir a buscarlo.
Yo me quedé en la casa con la niña menor, pegada de mis recuerdos y pensando que nada malo le hubiera pasado. Llevaba ya más de 20 años viviendo con él de buenas maneras y ayudándonos en todas las cosas de una familia. Yo atendía las labores de la casa y él entraba los alimentos, pagaba los servicios y compraba la ropita y menesteres para los muchachos.
A Dios gracias, eran buenos muchachos y estaban estudiando, aunque en las cosechas había días en los que todos nos íbamos a coger café para mejorar la plática de la familia. Y así, trayendo esos buenos recuerdos y preparando la comida, me cogió la noche y ellos sin volver.
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Era ya tarde, el sol se había ocultado, cuando aparecieron los buscadores de Bernardo y las noticias no fueron buenas. Habían ido hasta más allá de donde esta la vieja estación del ferrocarril, les habían preguntado a todos los que se habían encontrado e incluso habían pasado al otro lado del río, aunque sabían que para ese lado la posibilidad de encontrarlo era nula, pues no podía irse a buscar unos racimos para ese lado porque no tendría cómo cargarlos y el jeep de turno pasaba muy lejos.
También arrimaron a la casa del compadre Erminsul, quien les confirmó que nada sabía, y entonces todos empezaron a decir que no podía desaparecerse, que tenía que estar en algún sitio y que tocaba irse al otro día, domingo, a buscarlo con más cuidado.
Y así fue. Temprano en la mañana, con los primeros rayos del sol, más de quince vecinos organizaron la búsqueda. Ya les habían avisado a los Bomberos para inspeccionar los sitios riesgosos, no fuera que se hubiera rodado y estuviera en un lugar donde no lo podían ver. Con ese refuerzo salieron.
Mi esperanza estaba viva, quería saber que nada grave le había pasado, pero la ansiedad y no saber qué le hubiera podido pasar me llevaron a llorar sin que la niña se diera cuenta. Ella tampoco lograba comprender qué era lo que estaba sucediendo.
La bulla de la sirena del carro de los bomberos y la algarabía de los vecinos me apabullaron. Puesto en la parte de atrás, tapado con una sábana blanca, estaba el cuerpo de Bernardo. Lo logré diferenciar por la media azulosa que llevaba puesta y que habíamos comprado para el día de su cumpleaños.
Comprendí que estaba muerto y el llanto llenó mi vida. Las lágrimas rozaban mi cara. Me abracé a mis hijos sin saber aún por qué, alguien como él, aparecía con un tiro en el pecho y otro en el cuello y lleno de tierra y sangre en su cara y en sus brazos.
Ahí comenzó el relato de los vecinos que lograron saber, gracias a que en la hacienda de don Jacinto notaron un lote de tierra removido y abultado, que se veía reciente. En ese paraje bastante solitario, alejado un poco de la carretera, se dejaba ver un asomo de lo sucedido.
Ante eso, bomberos y vecinos excavaron y, pronto, encontraron el cuerpo de Bernardo. Notaron que tenía rastros de disparos de escopeta en el pecho y en el cuello. Se dieron, entonces, a la tarea de buscar al administrador de don Jacinto, Rudecindo, para que él dijera lo sucedido.
Rudecindo no estaba en la casa de la hacienda. Había tan solo un trabajador que, al ver a tanta gente, al inspector y a los policías del puesto del Destierro, se asustó y decidió contar lo que él sabía, pero asegurando que no había participado en nada de lo acontecido.
El trabajador contó que Rudecindo, el administrador de Don Jacinto, había alcanzado a ver, desde la parte alta de la casa, una persona metida entre la platanera y supuso que venía a robar racimos de plátano y banano, como había sucedido otras veces. Ante eso, decidió coger la escopeta, cargarla y meterse entre el cafetal, dando un rodeo, para llegarle por la espalda a quien estaba cortando los racimos.
Cuando Bernardo se dio vuelta para llevar el racimo hasta el borde de la carretera, Rudecindo, sin mediar palabra, le disparó. Bernardo soltó el racimo y echó a correr, pero ya era tarde porque el otro disparo sonó de inmediato, dejándolo sin vida.
Así pasó mucho rato. Yo no me moví de la casa. Don Rudecindo apareció mucho después en la casa y me contó lo que les acabo de contar. Eso fue el viernes, cuando ya estaba cayendo la noche. Ayer se levantó temprano, me dijo que me quedara cuidando la casa y se fue. No sé adónde habrá ido, pero lo cierto es que no ha vuelto.
Entre varios se organizó el entierro de Don Bernardo. Se acompañó en su dolor a doña Marta y a los muchachos, Sergio Andrés, Bernardo y María, y pudimos darnos cuenta de que la vida vale menos que unos racimos de plátano. No fue la primera vez que tan lamentable situación sucedió. Años después, otro cosechero perdió la vida arrancando una yuca ajena.
Bernardo salió a buscar unos racimos ajenos para sustituir el ingreso que le había sido esquivo esa semana y poder alimentar a su familia. En esa decisión perdió la vida. ¿Se justifica que alguien, en una situación económica desesperada, pierda la vida por tomar un racimo de plátanos ajeno? Se sabe que no. Sin embargo, algunos creen que así se frena a quienes, por necesidad, transgreden la Ley.